Hace algo más de siete años aproveché que pasaba por Milán para tomarme un café con un antiguo amigo, profesor de la Universidad Politécnica de la capital de la Lombardía. Un brillante y combativo liberal formado en los ideales del Risorgimento. Y, como no podía ser de otra forma, un correoso adversario de las patologías del berlusconismo, tanto desde su cátedra como en su vida diaria.

Me gustaba el ambiente de café parisino sofisticado que se puede encontrar cuando hace buen tiempo en la terraza de la quinta planta de La Rinascente en la Piazza Duomo. Compartiendo las vistas sobre la cubierta de la catedral con las elegantes milanesas sentadas a nuestro alrededor, escoltadas por el más de un centenar de estatuas y agujas de la «Domus Dei» que, con sus encajes de piedra, convergían en el Tiburio. La grácil aguja de cien metros de mármol blanco que corona el Duomo como el pedestal de la estatua dorada de La Madonnina.

La patrona de la ciudad -la Madonnina-estaba triste, se quejaba mi amigo el profesor. La imagen necesitaba urgentemente un buen trabajo de restauración y afianzamiento. La iglesia milanesa no tenía medios suficientes y había tenido que solicitar de la generosidad de los ciudadanos las ayudas necesarias. Tantas veces los fieles de Milán habían pedido en los momentos difíciles la ayuda y el socorro de su Patrona, a través de las plegarias o cantando en el hermoso dialecto lombardo la «O mia bela Madunina». Ahora les tocaba a ellos auxiliar a su Virgencita. Pero la petición de ayuda había tenido una acogida demasiado tibia. Casi fría. El monumento podía entrar en una fase de deterioro peligroso. Y los dineros no llegaban en la cantidad necesaria. Muchos temían que la figura de la Virgen podría caer abatida por el próximo vendaval que se desatara sobre las llanuras de la Lombardía. Echaba de menos mi amigo milanés al gran Indro Montanelli, el periodista más grande de la historia de Italia. El sí hubiera alzado su voz, el primero, en defensa de la Madonnina del Duomo. Como la había levantado contra Il Cavaliere. Cito al viejo maestro: «El berlusconismo es la escoria que desborda el pozo... Esta no es la derecha, es la partida de la porra. En Italia lo que falta no es la libertad; faltan los hombres libres.»

El Corriere della Sera sí había hecho sonar las campanas de alarma ante el peligro que amenazaba a la patrona. No en vano era uno de los periódicos mas respetados de Italia, antiguo aliado de Montanelli en los lejanos tiempos de lucha contra el fascismo de Mussolini. Con un exhorto brillante y casi desesperado el Corriere había despertado de su pasividad a los milaneses: «Milanesi, non dimenticate la Madonnina». Milaneses, no os olvidéis de la Virgencita.

Cambiando de conversación, me preguntó mi amigo el profesor si habíamos utilizado el tren para viajar por el norte de Italia. Le dije que sí. Cinco veces, hasta ese momento. ¿Cuántas veces habéis tenido retrasos importantes? Tres, le contesté. Me miraba el profesor con cierta melancolía cuando le expliqué que de Málaga se podía salir por la mañana con el AVE, trabajar durante el día en Madrid y volver a casa a la hora de cenar. Eso en Italia, con nuestros trenes, sería sencillamente imposible, me confesaba mi buen amigo. Me recordó aquello la promesa con la que Benito Mussolini, el otro «Duce», había llegado al poder: obligar a los trenes italianos a ser puntuales. Y cortar de raíz el poder de la Mafia.

Se había hecho tarde y las bellas milanesas nos habían dejado solos en aquel rincón de la terraza de La Rinascente. Levanté mi mirada hasta la Madonnina dorada. Brillaba con las últimas luces de la tarde. Quise entenderlo como una promesa de que ella no nos abandonaría.