Si necesitas o quieres salirte del tiempo, entra en un museo. No hay mejor manera de detener la fugacidad de lo cotidiano ni de parar las exigencias de la velocidad que nos adormecen o alborotan los sentidos y la sensibilidad. Están los bosques; existe el hammán; permanecen las bibliotecas. Ámbitos en los que el silencio juega a ser intuición, experiencia o fantasma en una acrobacia entre la naturaleza, el recogimiento y la introspección. En un museo, en cambio, el silencio es a la vez espectador, detective y presencia ensimismada. Está frente a las obras de arte; nos sigue despacio los pasos con su manos a la espalda y en vagabundeo indagador su atención; y nos observa desde un ángulo enmarcado o en estudiosa invisibilidad de nuestro gesto frente al lugar al que el mismo pertenece. Sin el silencio no existiría otra forma de imaginar el tiempo. Tampoco sería posible el lenguaje sensual que despliega como una sutil telaraña de relaciones, en unos segundos tan efímeras como sugerentes. Están llenas las escenografías de los espacios de oídos y miradas que se entrecruzan, de interrogantes acerca de una misma imagen o detalle, de sonrisas seducidas también por las propuestas y atmósferas de los museos. Amantes del arte y fugitivos de lo ordinario, habituales de exposiciones que se distinguen así de los que recorren un museo como si fuese un laberinto, páginas de Historia entre las que suele haber un espejo entre una y otra, o tránsitos en blanco en los que el visitante consulta su mapa, busca reflejarse en su realidad de fuera mirando por una ventana, o recarga la paciencia y la prisa por finalizar su estancia en el museo al que posiblemente nunca vuelva. Lo he visto, en cruz marcada en la casilla correspondiente del cuaderno de bitácora del turista accidental.

Habitarlos no es simple. Hay que ir despacio, entregados a un recorrido y a un aprendizaje, casi continuo, que nos enseña a reconocer la gestión del espacio, el discurso de las obras, la relación entre sus autores, y la que establecen con el público. También es necesario entender lo que pretende el montaje, y lo más complicado: leer la naturaleza estética y el mensaje que expresa y esconde cada pieza que nos sorprende, nos emociona y nos revela. Da igual que se trate de un museo aristocrático, de la modernidad o museo como obra de arte en sí mismo (el Broad de Los Ángeles o el Guggenheim de Bilbao) que alberge colecciones de clásicos, estéticas contemporáneas o procesos artísticos inacabados que provocan y proponen nuevas reflexiones. En todos, el tiempo ha de ser un intervalo de goce, de pensar aquello que se está disfrutando, de entrar más allá de lo que se ve. Una de las cosas que distinguen a la gran obra de arte es que, como dice Muñoz Molina, «por mucho que sepamos sobre ella y su autor, siempre nos da la impresión de que sigue escondiendo una parte de misterio». Me sucede en el Museo Picasso Málaga con los cuadros Niño jugando con una pala y con Las tres gracias, frente a las que estaría sentado en indagación y éxtasis. Igual me pasa al contemplar Terraza del café de la Place du Forum en Arlés de Van Gogh en el Kröller-Müller de Otterlo; cuando en el Museé de´Orsay me detengo en mis regresos tratando de captar las confidencias, susurros y promesas de Dance at le Moulin de la Galette de Renoir, y al volver al de la Orangerie de Paris donde puedo permanecer sentado una hora, dejando flotar la mirada entre los susurros de agua de Los Nenúfares de Monet.

Nada de esto es posible en muchos museos donde no hay bancos, sofás otomanos ni mobiliario alguno que faciliten el descanso físico y emocional del visitante, al igual que la posibilidad de adentrarse en un cuadro o de estudiarlo a fondo, como he visto hacer en la londinense Hertford House que alberga, entre su maravillosa colección Wallace, El Columpio de Fragonard ante el que merece la pena reposar la sonrisa y la imaginación. Tampoco cuando se festeja el Día de los Museos -abiertos en danza, en conciertos y con cuadros vivos en los que los visitantes actuaron de extras este pasado jueves- ni en la Noche en blanco que nos ha desvelado la ciudad como espectáculo. Colas con horas de espera; recorridos entre cabezas, grupos, escaleras, salas, móviles en alto, y selfies de boquitas de pez pintadas o sonrisas en pose. Da pudor decirles que otro año ahorren tiempo en su gincana y que con la tienda -en la que alguien preguntaba si tenían en color El Guernica de Picasso- les basta para lo que muchos entienden como la experiencia emocional de su activismo nocturno en la cultura de consumo.

Ocurre también en otras fechas en las que hay un público que rinde la tarde o la mañana en salas de exposiciones, mientras siguen la secuencia de piezas charlando de los hijos, acerca de las vacaciones o de temas que nada tienen que ver con la conversación que debería inspirarle la plástica del color, el latido de la espontaneidad del dibujo, el alma de la fotografía o el arte del volumen de la escultura. Jamás entenderé que no lo hagan, y que en pareja o con amigos, como me sucede con Pepa, Mónica López, Coral Font o con Rafael Alvarado, intercambien apreciaciones y apasionamientos sobre la turbación carnal y la honestidad desnuda de los cuerpos de pictórica realidad de Lucien Freud; la figuración narrativa de Paula Rego entre provocativos cuentos de hadas y polémicas realidades, y el grito del ego y sus pesadillas de Francis Bacon -expuestos en el Picasso Málaga-; las exquisitas fábulas de Kandinsky que espejean en el malagueño Museo Ruso, o el realismo táctil de los cuadros de Antonio López en el Carmen Thyssen. Su contemplación y la conversación alrededor de las obras es un indiscutible enriquecimiento de nuestra experiencia y le otorga mayores significados a lo que hay detrás de lo que miramos. Lo he visto recientemente en un pequeño visitante en el Picasso de la calle San Agustín que recorría entusiasmado la renovada colección permanente atraído por su diálogo natural con las obras, llamando la atención de su madre para que compartiese los descubrimientos de su mirada.

Esa conquista es una de las funciones que los museos olvidan. Hace tiempo que sucumbieron, en palabras de Manuel Borja-Villel, director del Reina Sofía de Madrid, a la sustitución del espectador por la audiencia, del sujeto político por el consumidor. La vieja controversia entre cantidad y calidad, y el interrogante de si queremos una cultura entendida como valor económico o servicio público. Todo el mundo tiene derecho a entrar en los museos y a establecer su propia su percepción, ya sea obtusa, pasiva, predispuesta y más o menos informada, con lo que acoge su oferta. Está claro que visitar un museo continúa sin ser una opción de ocio entre la gente sin estudios, y que tiene vigencia el estereotipo de ser un espacio de personas de capital cultural y económico. Tal vez celebrar las performances de estas jornadas abiertas logre que un número -aunque sea bajo- de sus visitantes inusuales vuelva de vez en cuando. Pero es el sistema educativo, sin olvidar a los padres, el que debe desempeñar un papel predominante para que los jóvenes, -el segmento más bajo de visitantes- se acerquen con conocimiento a los museos y al arte, más de un día y de una noche de botellón cultural, para sentir emoción y aprender a mirar mejor lo que se tiene delante de los ojos.

Al entrar en los museos nos abstraemos del tiempo, y a través del arte, como escribió Marcel Proust, salimos de nosotros. Pocas experiencias tan cercanas a la libertad, y a que nuestra identidad sea nuestra mirada.

*Guillermo Busutil es escritor y periodista

www.guillermobusutil.es