Empieza el verano. España y sus furiosas naderías se conduelen. Todo es inapetencia, morosa simpatía, tardes largas, restaurante con manteles de papel. Vuelve el país de dos velocidades. El que lee el Marca y el que hinca el diente a las cinco y en cocina, echando un vistazo distraído a la playa enguantada en crema, blanco sobre rosa fondón y cervecero, más tributo a Wembley que a Ipanema, a la carrera -de otros- que al baile pélvico y con continuidad. Llega el momento romántico de las universidades raras, de los médicos recién titulados, de los contratos por horas, de la guardia forestal. Una época política para correr con perros y guardaespaldas, lo justo para no cansarse entre legislatura corta y no legislatura, con los tenientes de alcalde en primera línea, haciéndose fotos en verbenas, yendo a hacer de subdelegados en pequeño, a vivir con asepsia y corbata la insulsa vicaría, el vértigo de la interinidad. Más o menos como a Rajoy cuando le dejan fuera del plasma y nadie le pregunta por el Real Madrid, que en su caso funciona como la Venezuela de Hernando o la Cataluña para Puigdemont: una contraseña deportiva para hablar de corrido, sin las circunvoluciones gastadas en las que se mueve siempre el resto de su intervención. Desde que se inventó lo del veraneo, España tiene un problema con el final de Liga y con Montesquieu. La patria duele menos cuando no hay Mundial y no le queda otra que enhebrarse con el poco de hilo que le alcanza todavía del final de mayo, cuando se producen las grandes ofensas, que no son Las Bahamas, sino la cursilería del apego al himno, el gran denuesto hacia la cabra, la grímpola y el escudo tipo pin. Dice Carlos Iturgaiz que los que pitan son unos hijos de puta y ahora resulta que no hay mayor deshonra que la cosa playera del símbolo y del fútbol, donde la única insensatez gloriosa, dicho sea de paso, es y ha sido siempre el Atlético de Madrid. Pero no nos distraigamos, que todavía queda mucho trapo con el que drapear; parece mentira que sigamos siendo adultos, que en un país agujereado por gestos antipatrióticos, con poder judicial hecho a medida, la indignación de algunos coquetee tan descaradamente con el cinismo y la frivolidad. De nuevo, tiene más peso la tela que la gente, la tontería rojigualda, que la defensa del patrimonio y del bienestar. Aquí, los patriotas de cantinpalo se ofenden; piden la hoguera para la herejía y condenan a Trueba, a los que silban, a Albert Plá. Para todos los hijos de puta. Mientras que el resto, los auténticos vendepatrias, los que evaden impuestos, los de las offshores presumen con la mano en el pecho de rango y de tributo de españolidad. No se me ocurre gesto más furibundamente antiespañol que entender que para no ser pobre de solemnidad sea necesario burlar el control de Hacienda, enajenar el patrimonio de todos, tributar fuera del país. Para esos no hay boicot como con el Cava. La bufanda, el canto en la Eurocopa y el pincho de tortilla; he ahí lo sagrado y lo inviolable, que no la gente, el espíritu, la quintaesencia nacional.