Me cuentan de la aparición de una nueva moda sexual, la ecosexualidad, que consiste en practicar sexo en y con la naturaleza, es decir, compartir un encuentro amoroso en un pinar o zumbarse una palmera. Se supone que quien tiene estos gustos se pone como una moto en una frutería, y arbusto que ve, arbusto que le hace tilín (o tolón, dependiendo del tamaño) así que tengan mucho cuidado si ven a alguien en un jardín hablándole tiernamente a un ficus, es posible que le esté tirando los tejos en plan que no me entere yo que esa ramita pasa hambre.

Que Cristóbal Montoro nos ponga a casi todos mirando para Cuenca o que Susana Díaz se la meta doblada a unos cuantos no cuenta como experiencia amatoria, lo determinante es lo que pasa en la intimidad, y ahí, a cada uno, le da por una cosa. Como a los egipcios con la necrofilia, que según National Geographic no la aplaudían, pero tampoco le hacían ascos; o la zoofilia, que luego nace en el pueblo una oveja con los ojos azules y le echan la culpa a Aniceto, el hijo de la Paca, la descocada que tuvo un escarceo veraniego con un apuesto y espigado sueco. Y qué me dicen del sadomasoquismo, llámenme tiquismiquis pero, al contrario que Pablo Iglesias, le veo lagunas a eso de sentir placer azotando a alguien hasta que sangre, y menos gracia le veo aún si me imagino vestido entero de cuero, con el calor que debe dar eso. Aunque la medalla de oro al parafílico del año se la lleva Chris Sevier, un confeso adicto al porno que ha demandado al Estado de Utah por negarle el matrimonio con su ordenador portátil. Supongo que el avezado onanista cree que donde se ponga un apetitoso puerto USB que se quite todo lo demás. Hasta que la muerte, o el wifi, los separe.

El sexo es tan antiguo como el propio mundo, no descubro nada nuevo, pero me parece que entre el vicio de algunos, o la libre condición de otros, estamos asistiendo a opciones un tanto llamativas, y no debemos olvidar lo que dijeron los sublimes Les Luthiers en su obra El sendero de Warren Sánchez: no se puede ir follando a tontas y a locas, aunque sean las más fáciles. Este aforismo, cumbre del humor intelectual, implica una verdad incontestable, que no todo vale. Allá cada uno con lo que haga en su alcoba, pero efectivamente, en su alcoba, ni un milímetro más allá. Que no nos quieran hacer comulgar con ruedas de molino y admitir como normales prácticas que, a buen seguro, escapan a lo racional. Me refiero, por ejemplo, a la noticia publicada en La Vanguardia cuyo titular es como sigue: Un hombre transgénero padre de dos hijos adoptados, embarazado de su marido gay.

Pensando un momento en ese titular hago mío el razonamiento de una sesuda twitera, atención: la pareja en cuestión se trata de una chica que quería ser un hombre pero no le gustan las chicas, le gustan los hombres, ósea, que sigue siendo una mujer heterosexual con útero fértil pero con apariencia de hombre. Y el otro, el padre biológico, es un chico homosexual que ha dejado embarazada a su novia de rasgos masculinos. Claro como el agua clara.

Debo estar quedándome obsoleto y anticuado, pues hasta ahí llega mi limitada capacidad de entendimiento, pero como he dicho antes, allá cada cual con cómo quiera emplearse en el tálamo amoroso. Los afortunados padres, o padre y madre, o madre y madre, o lo que sea, se muestran orgullosos en el reportaje, desafiantes ante una sociedad que saben le costará aceptar su triple salto mortal con tirabuzón del binomio reproductivo, conscientes de ser una rareza que no hace mucho habría sido internada en un psiquiátrico o exhibida en un circo ambulante. Por suerte esos tiempos oscuros y represivos ya pasaron, pero ambos progenitores no dejan de ser una excepción, de ser noticia. Eso no hay quien se lo quite, y como tal deben aceptar que yo, y cualquiera, tengamos la libertad de opinar al respecto, pues son ellos, y no yo, quienes han publicado su proeza gestacional a los cuatro vientos.

Vivimos tiempos fáciles para copular y difíciles para opinar. Habrá quien me tache de retrógrado por no compartir el regocijo del puzle sexual conformado por tan feliz pareja, y si por casualidad, por no autocensurarme, fuera considerado un raro, reclamo ser amparado, mimado y subvencionado en mi minoría por aquellos que defienden la singularidad y lo extravagante por el único mérito de serlo, o a ver si es que sólo tienen derecho a ello los vocingleros y los provocadores.

Tendrán que disculparme. El ordenador empieza a mirarme con ojos traviesos, golosones, así como de ladrón que me has robado el corazón. Por si acaso acabaré aquí mi artículo, no sea que me venga arriba, una cosa lleve a la otra y me salte el antivirus.