El día uno de septiembre se viste de largo el verdadero año nuevo, y no esa falacia que se monta cuando acaba el mes de diciembre. En enero, realmente, no comienza nada. Tras el breve parón del lapso navideño, todo continúa tal cual. Es por eso que ninguno de los buenos propósitos inspirados tras la Nochevieja sale adelante. Porque no hay contexto real de tránsito. Qué quieren que les diga, en enero sigue haciendo frío. Y las bajas temperaturas, como decía el poeta Ángel González, lo dificultan todo. No estamos predispuestos al cambio. Nadie se va apuntar al gimnasio en enero, como tampoco nadie se va a quitar de fumar. Con ese estrés por depurar, esa cuesta insalvable y ese estar aún a mitad de todo no hay manera. Tengan en cuenta que, a principios de enero, no hacemos más que adentrarnos en el segundo trimestre escolar y, en definitiva, son esos calendarios de la infancia, tan integrados, tan asumidos, los que van marcando el verdadero ritmo natural de las cosas. El verano, por el contrario, sí que cierra un bloque vital real, como también clausura el curso académico. En septiembre, todo es nuevo. Muda la piel hasta la climatología. A pesar de las patentes excentricidades del cambio climático, nos apetece la chaqueta, aunque siga haciendo el mismo calor que en agosto. Ese paso natural de la somnolencia del verano a la actividad del otoño sí que dibuja trazos de renovación. En los fueros de la Administración de Justicia y en sede parlamentaria lo saben bien. Se ve que no todo es descalabro y que, en lo referente a algunos conceptos de fondo, a veces aflora la clarividencia. Así, institucionalmente, somos bienvenidos no sólo al estreno del curso académico sino también a la apertura del año judicial y a un nuevo periodo de sesiones de las cámaras. En los hogares, los bañadores están algo más escondidos. Las agendas anuncian las próximas saturaciones de sus páginas más inmediatas y, si hay niños de por medio, la casa huele a goma de borrar, a libros recién forrados y a uniformes con remiendo. En los colegios, todo parte de cero. Los alumnos son una página en blanco, sin tachadura, están limpios y con todas las oportunidades brillando bajo sus pies. Pero, ¡ay!, que Dios nos asista, los comienzos no implican que podamos evitar el encontronazo con los antiguos monstruos que el verano aletargó y que comienzan a desperezarse en sus cuevas a causa de los vientos fríos. Se acerca el invierno. Y la sombra de bilingüismo implantado, como si de los caminantes blancos se tratara, amenaza de nuevo el futuro y la formación de nuestros hijos. El bilingüismo, la gran chapuza de la educación andaluza y que subsiste a costa de los alumnos brillantes y de la vista gorda de profesores con sentido común que acaban dando la materia en español. Porque al final, en la desembocadura, ni bilingüismo ni formación. Que al profesor que domina su asignatura de Ciencias le sumemos el B2 no significa que sea capaz de impartir su disciplina en inglés. Pero claro, a nivel de administración autónoma, con eso basta. Si el profesorado cuenta con el B2 y el centro con su cartel de ‘bilingüe’ la cosa va que arde. Va que se mata. Cumplimiento. Cumplo y miento. Y mientras tanto, en este año nuevo al que nos invita el mes de septiembre, alumnos de primaria recibirán clases en inglés acerca del Sistema Solar, los movimientos de rotación y traslación y el ciclo del agua. Por ejemplo. En inglés. Maldita sea mi estampa. El resultado no es otro que una merma y reducción indirecta de las horas de educación de los alumnos. Porque lo más habitual es que, mientras el niño escucha en inglés cómo el agua se evapora hasta formar cirros, cúmulos o estratos, esté más pendiente de la mosca que pasa, de morder el lápiz, del lazo de la de enfrente o de hacer dibujitos en el cuaderno. Al niño se le da una higa la water, las clouds y el sky, a pesar del esfuerzo del profesor ‘bilingüe’. Y así está el patio. Con títulos que acreditan sin cualificar y con carteles que anuncian fanfarrias huecas sin contenido alguno. Japi niu yiar.