leí un titular aquella mañana: «Amaia triunfa con besos y pedos y encandila a la audiencia de OT». No podía dar crédito. Volví a la cama y dormité otro rato. Cuando desperté, el titular todavía estaba allí. El titular y la información. Una joven llamada Amaia Romero es la gran favorita de la presente «Operación Triunfo». Bien está -me dije-, pero ¿cómo es que triunfa con besos y pedos y, encima, encandila con besos y pedos? No podía apartar mi vista de aquellas líneas. Quien las había escrito hablaba con entusiasmo de los talentos de Amaia, «su destreza al piano y su capacidad para poner voces siniestras». Pero añadía que ahora había la chica sumado otro «mucho más escatológico y sorprendente: la posibilidad de tirarse pedos con sonidos cuando le apetece, incluso modularlos». ¿Qué serán «pedos con sonidos»?, me preguntaba estupefacto. Amaia no dudó en compartir ese «nuevo talento» pedorro con los concursantes Raoul y Agoney, como pude comprobar en YouTube, Dios me perdone. De paso, chequeé el Diccionario por si la Real Academia había cambiado durante la noche los significados de «pedo» y «encandilar». Seguían siendo los mismos. Es «pedo» la ventosidad que se expele del vientre por el ano. Es «encandilar» el impresionar a alguien muy grata o profundamente. Los besos siguen siendo susceptibles de impresionarme muy grata o profundamente. Pero nunca un pedo ajeno conmovió mi ánimo muy gratamente, se lo juro por estas que son cruces.

El pedo siempre ha tenido mal olor y bastante literatura. Quevedo lo llama «ruiseñor de los putos» por ser «la voz del ojo». También alaba su función: «Hase de advertir que el pedo antes hace al trasero digno de alabanza que indigno de ella. Y si no véase que de sí es cosa alegre, pues donde quiera que se suelta anda risa y es chacota y se hunde la casa. Y es tan importante a la salud, que en soltarle está el tenerla, y así mandan los dotores a los reyes y príncipes que no los detengan». Para Unamuno es «nuncio de imperfume», como para Dalí es «el suspiro del cuerpo» y para Cabrera Infante, remedando al anterior, «el suspiro es el pedo del alma». Juan de Timoneda contaba, allá por el XVI, un cuento: «Subía un truhán delante de un rey de Castilla por una escalera, y, parándose el truhán a estirarse el borceguí, tuvo necesidad el rey de darle con la mano en las nalgas, para que caminase. El truhán, como le dio, echóse un pedo. Y, tratándole el rey de bellaco, respondió el truhán: «¿A qué puerta llamara vuestra Alteza, que no le respondieran?». Y, a caballo del XIX y el XX, ya el marsellés Joseph Pujol, triunfó por todo lo alto como «Le Pétomane» (el pedómano), expeliendo en los teatros ventosidades que «modulaba»para que sonasen como «La Marsellesa». El horror de la Gran Guerra lo apartó de sus pedos en público. Seguro que el personal «se encadilaba» también con tales «talentos»de Pujol.

Bien vale todo ello, qué risa. Pero no sé yo si está el horno educativo para bollos pedorreros. Mientras se trata de combatir la plaga del acoso del matón en la escuela; mientras se discute si sí o si no al móvil en las clases de Primaria y Secundaria; mientras la inversión en enseñanza sigue provocando bochorno; mientras la comprensión lectora y la científica están a ras del suelo; mientras tantos papis y mamis amenazan que da gusto al profesorado; mientras todo eso, el modelo propuesto por OT es una chica que, amén de cantar y bailar, se ve jaleada como talentosa y encandiladora por tirarse pedos que es un primor. ¿No convendría echar el magdaleno y decidir de una vez qué tipo de sociedad queremos, qué tipo de educación primar, qué malos olores disipar? Porque ¿para qué habrían de estudiar las leyes de Newton o programación informática si tirándose unos pedos ya triunfan?