Regresar es un verbo que encierra demasiadas incógnitas. Es como un cruce en el que confluyen los caminos de un victorioso o un resignado retorno. Ambas procedencias tienen en común el deseo del viajero por retornar a su contexto, a su historia, a su hogar.

En mi caso, hoy regreso a La punta del Iceberg, un espacio que abandoné por motivos laborales y que me ha perseguido sin descanso desde las páginas de este diario. Mi cabeza, a bordo de nuevos párrafos no literarios, ha surcado por un contexto político de corrupciones e incendios, de huidas y regresos que a veces me han hundido por debajo de la línea de flotación de mi particular masa de hielo. El hielo es la patria de un escritor exiliado del papel, duro y frío como el bloqueo ante la pantalla. Un terreno por el que se hace complicada la subsistencia, más aún cuando no hay ninguna sinestesia o elipsis que echarse a la boca. Pero aún desde inhóspitas tierras se puede regresar. Y aquí estoy, herido de crisis, magullado por enemigos comunes que hoy regresan conmigo al papel.

Escribir pasado un tiempo requiere un innegable sacrificio. Poner en marcha los engranajes de la creatividad no es tarea grata, sobre todo por la velada impotencia de no encontrar el tema, la originalidad, el punto de vista o la estructura. Pero el deseo es capaz de romper la banquisa de hielo que rodea a este iceberg. La actualidad de nuestro país está repleta de orcas marinas que acechan bajo el hielo a la espera de lanzarse sobre la presa. Orcas de dientes afilados, escurridizas, de piel bruñida por tempestades. Voy a ajustar el arpón para acercarme a ellas y alcanzar una eficaz perspectiva.

Las maletas de mi viaje vuelven más cargadas que en la partida. Las vivencias construyen andamios sobre la personalidad que a veces evitan las caídas de antiguas fachadas, viejas paredes de pintura desconchada que amenazan con precipitarse al olvido. En otro lugar del equipaje relumbran los recuerdos exóticos del viaje, nuevas incorporaciones que enriquecerán el regreso. Y en el fondo de la valija, entremezclados entre la ropa sucia, también vuelven los miedos, los compromisos y la mediocridad, los cuales, lejos de haberlos desterrado en la huida, se agarran con fuerza al hombre.

Regreso a esta tribuna de oradores con la misma inquietud por conocer a quien al otro lado lee estas líneas. Imagino a algunos con la satisfacción de recuperar su propia voz de tinta, y a otros con el escepticismo de quien desconfía de los vendedores de ungüentos. A todos ellos admiro y quisiera conocer, porque el conocimiento pleno nace del debate, de la puesta en común de ideas, de la plausible virtud de cuestionar las propias convicciones, por muy fundamentadas que estén. Ese es el único camino de un diálogo fructífero.

Desde esta escueta superficie, solo es posible divisar la punta del iceberg. Sumergirse bajo el hielo marino es tarea de avezados escritores y lectores inconformistas que prefieren quedarse sin oxígeno antes que ser devorados por la falta de criterio. Bienvenidos de nuevo a este paisaje en blanco y negro que siempre fue y será un lugar abierto al mar de La Opinión.