Igual que el colesterol sería una inercia del cuerpo, hecho a traficar con grasas en miles de años de trabajo físico, el gusto por la violencia en imágenes e historias funcionaría como sucedáneo, para evitar que la inercia de tanta violencia real acumulada en un pasado no lejano se nos eche encima. O sea, al monstruo que está detrás de las sociedades en paz (y del que han nacido) hay que darle de comer algo, aunque sea imaginario, para que no salga a la calle o se nos meta en casa como inquilino físico, pues mental ya lo es. Esta forma de ver las cosas da miedo, pero más daría el monstruo si toma cuerpo. Los pueblos nacidos de la pura violencia (así, el que hizo la conquista del Oeste) necesitarían más dosis, y aún así vemos que no basta. La violencia del cine americano limitaría daños reales, según esta teoría (que en todo caso ayuda a consumir la dosis en butaca sin mala conciencia).