Despertar sobresaltado en mitad de la noche con la frente bañada en sudor. Buscar la posición del despertador entre las sombras para descubrir que sólo son las tres de la mañana, mientras el corazón late desbocado. Levantarse y recorrer a continuación el pasillo dando tumbos. (Descalzo. Qué frías están las baldosas, maldita sea).

Llegar por fin al cajón en cuestión. Abrirlo tras encender una lamparita, aquí que ya no se corre el riesgo de despertar a nadie. Descubrir (y no se rían ahora) que los documentos siguen allí: la orla de la promoción (cien cabecitas que sonríen en la penumbra al insomne, burlonas) y el codiciado título, sobre el cual el nombre del rey emérito luce en letras de mayor tamaño que las del propio obtentor. Suspirar aliviado al comprobar que no eres un impostor. Que estás efectivamente habilitado para la profesión que llevas ejerciendo durante décadas.

Todo titulado superior se reconocerá en la situación descrita: la pesadilla de tener todavía una asignatura suspensa muchos años después de haber salido de la universidad. La mala noticia para los recién egresados es que no existe cura completa, si bien los episodios van espaciándose progresivamente con el paso del tiempo.

Todo esto viene a cuento ya que existen indicios de que toda la comunidad académica ha dormido mal en los últimos días. Un hecho motivado por las noticias acerca de los aprobados obtenidos por la presidenta de la Comunidad de Madrid en dos asignaturas del máster que cursó hasta 2012, que parecen insuficientemente acreditados. Sobre este asunto, yo saldría de dudas preguntando a los vecinos de la presidenta: ¿se encienden a veces las luces de la señora Cifuentes a altas horas de la mañana?