Mañana van a sonar las campanas por toda Europa. Un millar de ellas, se espera, cantarán con su voz de bronce, justo al mediodía, para recordarnos que siguen vivas, que aún están ahí, que todavía su eco puede conmover al mundo como me conmovía a mí cuando era niño y escuchaba su tañer allá a lo lejos.

Yo, en aquel tiempo, estaba convencido de que para ser un hombre de provecho tenía que saber algunas cosas indispensables: los ciclos de las mareas, los nombres de los vientos, reconocer a los pájaros por su canto y entender el idioma cóncavo de las campanas, distinguir cuándo llamaban a rebato, o a ánimas, o a difuntos, y obrar en consecuencia. Al final acabé sabiendo todas esas cosas, pero no ha quedado demostrado que haya sido o vaya a ser alguna vez un hombre de provecho.

Pero, volviendo a las campanas, durante siglos fueron una forma natural y hermosa de comunicación, una manera de regular la vida de las gentes, cuando los días tenían otro ritmo y otra melodía, quizás más del tamaño de nuestras fuerzas y nuestros alcances. Ahora, cuando todo pasa por el Whatsapp y la prisa, la asociación Hispania Nostra y algunas administraciones han querido reivindicar a las viejas campanas, convertirlas en Patrimonio Inmaterial de la Humanidad, y han elegido el día de mañana, 21 de abril, para que su música se oiga por toda Europa.

Tal vez mañana, en algún lugar, ocurra como en aquella escena de una obra de los hermanos Álvarez Quintero (a quienes se ha echado encima demasiados prejuicios, como a tanta otra gente), y el tañer de una campana sirva de alivio para alguien, aunque solo sea unos segundos. En El genio alegre, la protagonista hace repicar las de una iglesia: «había unos hombres encorvados segando (€) Quise yo en un momento alegrar su trabajo penoso, hacerles descansar un instante siquiera (€) Se estremeció el aire (€) y algunos de aquellos hombres levantaron el cuerpo que tenían inclinado hacia la tierra y miraron un rato hacia la torre, hacia el cielo». Siempre han sido muy literarias las campanas. Ahí están las de Víctor Hugo y las de Hemingway y aquella del poema de Bécquer: «Cuando la campana suene/ si suena en mi funeral/ una oración al oírla/ ¿quién murmurará?».

De modo que si a eso del mediodía, de pronto, mañana le sorprende un aire de campanas repicando, llamando quizás a fiesta aunque no sea día feriado, yerga un poco el alma y un poco también el espinado (si es usted un ser «ignorado, desorientado, contaminado, desconocido, poco atrevido, como cualquiera», que diría Serrat), y déjese llevar por el eco de los siglos, como si fuera de nuevo un crío y, de repente, hubieran echado a volar ante usted las palomas de la plaza.