Venía de la playa con más calor que vergüenza (esto es, en chanclas, camiseta y bañador) y enfilaba el Parque de Málaga cuando un hombre que vendía gafas de sol en un puesto callejero se dirigió a mí:

-Hola, amigo. No puedo dejar el puesto solo, ¿qué tal si te doy un euro y me alcanzas una lata de cerveza del quiosco?

Por un lado me pareció lógico que el hombre me pidiera el favor, ya que a las cinco y diez de la tarde y con treinta y ocho grados a la sombra no había nadie alrededor. Por otro lado, esa misma razón era la que hacía inexplicable que albergara el temor de que alguien le robase. Pareció el hombre entender mis dudas, pues añadió:

-Si tienes tiempo, te invito a una birra y te cuento una historia muy curiosa relacionada con una estatua.

-¿Con cuál?

-Esa -dijo sonriendo mientras señalaba la estatua de Rubén Darío.

-Ah.

Ya me parecía el trato más justo. Y también, para qué nos vamos a engañar, más refrescante y con algo de suspense. Yo, que he sido profe de español para extranjeros durante años, pensaba que sabía las historias, historietas y chascarrillos del Parque, pues era algo habitual hacer un paseo por él en los primeros días que llegaban nuestros alumnos a Málaga: lo del terreno ganado al mar, la forma en que se creó y sobre todo jugar a decir los nombres en español daba para una clase de hora y media o dos horas al aire libre, cosa que todos agradecíamos. Mira tú por dónde, hoy iba a descubrir algo nuevo en un lugar que consideraba trillado.

Tras abrir las dos latas (a las que invitó él, pese a mis protestas) e inundar por unos instantes nuestros paladares con burbujitas amargas y heladas, el hombre me dijo:

-¿Qué conoces de la estatua?

-Es del escultor José Planes, inaugurada en 1968 -le dije con la seguridad de impresionarle.

-¿Ya está?

-¿Cómo que ya está?

-No sabes lo de la maga, según veo.

-Ni idea -le confieso intrigado.

-Pues el asunto es tan sencillo como un poco inexplicable, pero así son muchas veces las cosas. He visto mucho mundo, a veces pienso que demasiado. Podría estar toda la tarde refiriéndote hechos inauditos.

-¿Quién es esa maga? -le pregunto, temeroso de que me pasee por sus mil anécdotas a lo largo del globo terráqueo.

-Una mujer de un poder terrible. No puedes ir a conocerla a ningún sitio, pues no tiene lugar de residencia; tampoco nacionalidad, religión ni comida preferida. Ella es quien elige buscarte, la que te escoge según su capricho o algún oscuro designio, vaya usted a saber. No importa, si ella ha decidido que eres de su propiedad, nada la puede detener, y aunque sepas que entregarse a ella puede ser la opción menos recomendable, nadie se ha negado jamás. ¿Sabes por qué, amigo? Te da la gloria, muchas veces la posteridad, en raras ocasiones la inmortalidad. Pero siempre, ¿me oyes?, siempre tienes que pagar un precio alto por todo eso.

-Me recuerda tu maga a las descripciones que se hacían del diablo en los cuentos antiguos.

El hombre ríe mi ocurrencia con ganas.

-¡Esa es buena! El caso es que don Rubén, el que escribió aquello de «Ser y no saber nada, y ser sin rumbo cierto, y el temor de haber sido y un futuro terror? Y el espanto seguro de estar mañana muerto, y sufrir por la vida y por la sombra y por lo que no conocemos y apenas sospechamos», ese poeta que decía que aunó lo español y lo francés, fue uno de los escogidos por la maga. Se portó bien en unas cosas y muy mal con otras personas. Bebió mucho y aunque gozó de la gloria de las letras, estuvo preso de un obsesivo terror a la muerte. Y por eso su alma está encerrada en esta estatua, hasta que no aprenda que hay cosas más importantes que el papel y la tinta.

-Bueno -digo mientras apuro la cerveza-. Como historia no está mal. Gracias por la birra.

-De nada, amigo. Si no nos vemos otra vez, mejor para ti; si nos volvemos a ver, te será de utilidad haberme traído una cerveza fresca. No todo el mundo se hubiera atrevido.

-¿Y eso?

-Hace hoy un calor infernal, ¿verdad?