Hacía tiempo que la crispación no se servía como gran argumento disuasorio de la política. Ello no quiere decir, sin embargo, que doña Crispación no haya existido hasta ahora, más bien al contrario está repartida por todas y cada una de las esquinas. La irritación es el estado latente de este país, donde la facilidad de sus vecinos de enfadarse y mostrarse iracundos por cualquier cosa es sólo equiparable a la de tomárselo todo a broma.

Pablo Casado ha dicho que él no retirará lazos amarillos como Rivera para evitar la crispación en Cataluña. Cataluña ya está crispada desde el momento en que una mitad de catalanes ha decidido salirse con la suya sin contar con lo que piensa la otra mitad: que proclama la ley del embudo, se desentiende de la Constitución e intenta acogotar a los prójimos que no comparten su idea soberanista.

Casado se desentiende de la estrategia de Ciudadanos de responder a la provocación de los lazos retirándolos de los espacios públicos para presentarse como un político responsable frente a su adversario de la derecha. Piensa que le conviene distanciarse y en el fondo sabe que el Partido Popular no tiene para plantarse los mismos recursos ni el respaldo social en Cataluña del partido de Rivera y Arrimadas. Pero creo que se equivoca, porque llegados a este punto de la intransigencia, España terminará por convertirse en un clamor frente a la salmodia del independentismo. No se puede estar escuchando siempre a los mismos sin que le escuchen a uno. Nadie dice que no exista el riesgo de que dos manifestaciones, una frente a otra, terminen en colisión, pero los catalanes españoles no pueden desentenderse de su problema para no crispar a los que exigen sumisión.