Como los años los cuento por veranos, septiembre me deja el vaso medio vacío. Siempre quiero que el buen verano - al que yo exijo poco: salud, un poco de Cádiz, el olor de la brasa en la barca, la risa de los míos y un tomate de los que huele el amigo Pavón - se acabe cuando toque, pero no tan pronto. Que aguante un racimo de moscatel más, por lo menos; una suave caída, no este doblar la esquina y que se acabe la eternidad. Pero hemos vuelto, un año menos, a lo de todo igual.

Lo peor es que nos espera un año que, como novedad, va a ser más igual. Más elecciones (eso parece), más impuestos (lo habitual), más dieta, más recomendaciones para dejar de fumar, más concejales, diputados, senadores y fuerzas vivas en general. Más de arrendamientos, más de turistas (no sé, igual son menos), más de Cataluña ( la broma que no cesa), más echar cuentas, y más echar horas, aunque no se sepa si serán de invierno o de verano. Más de muchos, más de fondo, más nos vale, válgame Dios.

Me reía cuando, hace años, nos contaban que los extranjeros empezaban a planificar sus veranos cuando todavía no se habían bajado del avión que los llevaba de vuelta. Ya no me río: ahora lo que he empezado ha sido a hacer cruces en la pared, como buen presidiario, a ver si me llevan en volandas al verano que me espera. Pasen puentes, obras, atascos, papeletas, urnas, el alumbrado de Navidad, Blancolor, Carnaval, Semana Santa. Avante toda, que atravesemos el erial del año entero para volver a dejarnos caer en la casilla de salida, esa azul de mar, blanca de brisa suave, donde se mece el visillo para no molestar al que duerme con un libro caído en el pecho: servidor de ustedes.