En ciudades como Málaga, el suelo se multiplica más que en otras: no es de las urbes más grandes, pero sí puede presumir de ser vertical. Tenemos Carretera de Cádiz, uno de los distritos con más densidad poblacional de Europa, donde los edificios, pegados unos a otros, no sabemos si se empujan o se abrazan, haciendo del metro cuadrado de superficie una ecuación casi infinita donde viven miles de personas. Miraflores, La Malagueta y Echeverría (la de Eugenio Gross y la de El Palo) son también buenos (o malos) ejemplos del llamado desarrollismo, que marcó el perfil de la ciudad en los sesenta y setenta, hasta entonces una sociedad, desde el punto de vista urbanístico, más horizontal y sosegada. Si alguien tuviera la ocurrencia de poner los metros verticales en fila, resultaría una Málaga que se extendería casi hasta Marbella.

En esta colmena con derecho a sol y playa de la que disfrutamos, hay lugar para las abejas reinas, los zánganos y las obreras. Y de los posibles tipos de celdas, existe uno que, en gran número, desafía los límites de la habitabilidad y se alza con el premio mayor de aquel refrán que dice que al caballo lo engorda el ojo del amo. Sí, queridas gentes galácticas y urbanitas, vamos a hablar sobre los pisos de alquiler.

Si tuviéramos que calcular la distancia más grande que pueda existir, un buen baremo sería la que hay entre lo que alguien con necesidad de alquilar encuentra en internet y lo que es en realidad. Si alguna vez te has visto en la tesitura de buscar un piso, es tan sorprendente como desalentador introducir en las opciones de búsqueda un precio más o menos razonable y luego ir a visitarlo. Es verdad que tiene su aquel de bajada a un inframundo, donde al parecer lo más normal es pedir seiscientos o setecientos cincuenta euros al mes por, pongamos por ejemplo, un bajo interior que tiene por cama un sofá, ausencia de habitaciones y de luz natural y presencia eterna de humedades y una cocina con unos enseres propios de una banda de delincuentes que hubieran cometido un atraco en 1980 y nunca más hubieran vuelto a salir a la calle. Toda esta visión tienes que contrastarla bien con el discurso optimista de unicornio rosa del agente inmobiliario, que te detalla con precisión mareante las grandes ventajas y comodidades del lugar, o con la mirada entre orgullosa y desafiante del propietario, que no para de preguntarte si tienes nómina de presidente del Gobierno y que o seis meses de aval o que oye, este piso tiene muchos novios. Y mucho, pero mucho cuidado, con exponer o siquiera insinuar alguna crítica: el de la inmobiliaria te dirá que por ese precio esto es un chollo y el dueño casi te retará a un duelo al amanecer en las puertas de algún convento. Solo te queda entonces poner cara de póquer, suspirar por salir de allí cuanto antes y regalarle al dueño un bote de pintura o algún mueble que no hayan recogido de la basura la noche anterior. Pareceré exagerado, lo sé, pero es bien sencillo hacer la prueba: solo tras haber visitado diez o quince inmuebles comienzas a diferenciar lo aceptable de lo horroroso y te preguntas si no habrá alguna sociedad secreta que, como los monstruos de la película, se alimente de causar depresiones y pesadillas entre los que buscan alquilar un piso.

Como experto en estas cuestiones, os revelo un detalle que suele, pese a la pericia de quien hace las fotos (¿cómo logra disimular lo indisimulable?), señalar casi sin ninguna duda a estos cuchitriles infames: nada más y nada menos que los cuadros. Por favor, fijaos en los cuadros. No importa que sean marinas (hay una reproducción que está en cientos de pisos de alquiler), paisajes campestres o bodegones: todos los cuadros de estos inmuebles tienen un aire de familia que, dándole la vuelta a la frase de Tolstói, nos hace ver que los pisos tristes son todos iguales. Da mucha bajona verlos, pero si los localizas, te ahorrarás el mal trago de pensar que, además de no tener un euro para pagarte algo mejor, hay quien se quiere aprovechar porque eres gilipollas.

De nada.