La calle es un álbum de fotografías inéditas. Fachadas desvalijadas por los arañazos del tiempo y los automóviles que las agreden de ruido y humo. Esquinas en vértice rotas con alas cerradas de persianas blancas. Y caras fugitivas de lo urbano, con sus gestos abstraídos, la mentira o el sueño con los que se disfrazan, que se atreven a ser sinceras si se sientan a solas y a salvo, y caras de cara que se cruzan con nosotros y nos dejan una mirada que se sabe mirada. Nos pasa a diario, no le damos importancia. Muchos ni siquiera son conscientes de ese fugaz instante de auras que se han imantado, de la atracción química sin posibilidad de detenerse. Están en cambio los otros. Aquellos que las cazan al instante con una cámara invisible o un objetivo de cosmopolita sabana, y los que sin que nos demos cuenta han tomado en un segundo a su paso la temperatura de la luz, la dirección del sol, la fotografía que otro día sí puede suceder. A ellos pertenecía Humberto Rivas, flaneur de la calle; de las sombras cinematográficas de Orson Wells; de las primeras películas de Bergman con sus rostros femeninos de contenida emoción; de Anatole Saderman del que aprendió a amar al prójimo al que iba a retratar, y si no podía, pues a odiarlo porque "si te es indiferente, fotografía mejor una botella de alguna bebida gaseosa; puede rendirte más, y aparta no protesta ni te da indicaciones". Y al igual que todos los grandes de su gremio del maestro Cartier-Bresson que el retrato es retratar el silencio interior de una víctima que lo consiente.

Ninguna, hombre o mujer o transexual -que fue pionero en desvelar su ambigua humanidad- le dijo casi nunca que no al argentino que a los 14 años ya sabía disparar de cerca una Nikon 35mm. Con ella encima huyó de la dictadura militar que convertía a los fotografiados en naturalezas desaparecidas, para instalarse en una Barcelona a la que revolucionó de vanguardia. Fue en 1976, uno de los años enmarcados en la excelente exposición de la Fundación Mapfre, que pueden regalarse hasta el 5 de enero, en la que Pep Benlloch ha comisariado el ADN creativo de un profesional sin sombra alguna en los ojos con los que preguntaba a sus modelos anónimos, amigos o célebres, qué clase de silencio tenían dentro. No sólo a ellos. A los espacios les buscó con la misma sencillez, sobriedad y precisión el alma de su secreto, la poesía de su dignidad. Lo hizo desde los años 60 a 2005, alternando escenarios, cuerpos, rostros, desnudos, esquinas, huellas, paisajes, personas. A cada uno les esculpía una imagen limpia, reflexiva, expresionista con la luz de la penumbra y el negro como inquietante color sugerido.

Ciento ochenta huellas de su trabajo, muy bien escogidas como cronología de su evolución, lo expresan en la exposición que no sólo funciona como el mapa de una época social, y de la renovación plástica que supuso su punto de encuentro en la galería Spectrum de Albert Guspi con Joan Fontcuberta, Pere Formiguera, Toni Catany, Jopsel Rigol, Manel Esclusa, Javier Vallhonrat y la idea común de situar la fotografía a la altura del arte, sino igualmente como un estético catálogo del paso del tiempo al que Humberto Rivas le confirió la magia ingrávida del desamparo, la poética pessoaniana del desasosiego. No están en la retrospectiva -una lástima- los positivos de las placas sobre la fachada de la iglesia de san Felipe Neri de Barcelona que perfectamente muestra esa pasión: los disparos de la guerra petrificados en la pared, la esquirla de un grito y otro y otro, la piedra de los reos también fusilada. Todavía es dura la luz que en aquel lugar monta guardia alrededor de la memoria. Algo de huella tuvo también el comienzo del joven que quiso ser pintor y de cuyo arte le quedó su influjo, presente en sus desnudos femeninos casi virginales y en las crucifixiones de sus modelos con aire a Durero, o en su autorretrato en bodegón con pan y vino que recuerda a Zurbarán. Fue en Argentina, con su mujer María y la escritora Nelly Schnait en la serie Norte con conciencia documental acerca de la pobreza y de la supervivencia, mezclando la realidad y cierta ficción teatralizada. Ya están en esa serie sus fachadas desiertas con atmósfera espectral y sus criaturas como camafeos clásicos que a pesar de su altivez, de su sencillez, de su belleza, son naturalezas humanas desconchadas.

Recorrer las fotografías de Humberto Rivas es como leer un libro de pared sobre la poesía de la soledad. Da igual que ésta reine en una arquitectónica geometría con ciegas puertas y ventanas; en el insomnio de una cortazariana casa palaciega tomada por la vegetación salvaje que la va devorando, o que está a punto de naufragar como la casa de Mataró hundida medio cuerpo rumbo al mar en el que una tormenta más la desaparecerá del todo. También la retrató despacio en la habitación con un silencio de escamas grises y rescoldos de luz, en la que los fantasmas simulan ser muebles mudos defendiéndose de ella y del polvo. Espacios de un equilibrio perfecto entre ausencias y presencias, lo onírico y lo desolado, en localizaciones, que expresan el fenómeno ahora moderno del no lugar, en Buenos Aires, Ámsterdam, Santiago de Compostela, Barcelona. Otras veces quiso interpretar la soledad como paisaje sujeto y como sujeto paisaje unidos en una misma fotografía con Enrique, un trasunto de Bioy Casares en el dandismo de su vejez, en una seductora actitud serena con las manos y los pies cruzados -el gesto a modo de palabra- en un jardín de Buenos Aires. En Borges de medio lado y hierático junto a una mesa en la que apoya el brazo, con su mirada en blanco allá en el laberinto cuyo centro es un tigre. En las mujeres del circo con su dignidad marchitándose, y en la serie de Violeta La Burra, efímera su belleza de magnolia deshojada a lo largo de veintinueve años. Junto a cada uno de estos poemas de la soledad están los versos de la ambigüedad y la transformación: Eva, Magda, Toni, en sus días mejores, en la frontera al borde de ellos mismos y su sexualidad.

El retrato puede llegar en un primer instante o después de un buen rato, decía Humberto Rivas. Lo mismo que una fotografía sólo funcionaba "cuando en la pelea entre el retratado y la foto a la que le gustaría parecerse y la que el fotógrafo quiere hacer, sólo gana el segundo". Sus victorias se contemplan en Lourdes de 1979, desnuda, sensual, desafiante, desarmada por el encuadre y la naturalidad de la templanza emocional con la que Rivas conseguía lo que buscaba. En la belleza limpia, casi gélida y francesa de María, su no todavía mujer en ese instante enamorándose del hombre que le disparaba. O en los rostros a los que les pedía que se mirasen hacia dentro, igual que si estuviesen dormidos, porque "con los ojos cerrados nadie es capaz de fingir". A cada uno de sus modelos les midió, con su fotómetro Spot Meter en una mano y la pipa a un lado de la boca, la luz de la cara y sus ángulos, la sensibilidad de un instante en el que llevaba al límite la arrogancia, el miedo, su curiosidad, su melancolía, el misterio de su clima personal y la fe de vida que cada retratado le sugería. El resultado continúa transmitiendo lo que él exploraba: el ser humano y sus silencios. Un incuestionable trabajo por el que, sin buscarlo nunca, logró en 1997 el Premio Nacional de Fotografía.

Emmet Gown. Paul Strand. Vanessa Winship. Bruce Dadvison. Paz Errázuriz. Albert Renger-Patzsch. Duane Michals. Nicholas Nixon son algunas de las brillantes miradas que ha expuesto la Fundación Mapfre en los últimos años -en febrero próximo será la de Berenice Abbot- y que nos ha narrado, o continúan haciéndolo, la belleza que hay en unas escaleras que se suben y bajan hacia ningún lado, en la nuca de una mujer cuya cabeza y cuello se metamorfosean en árbol. En unos ojos que contienen un dolor tenaz o nos transmiten un verbo, un adjetivo, que se intensifican cuando al mirarlos vemos en ellos como somos todos. Y un instante de su futuro.