Llegó temprano. Eran las cinco y diez de la madrugada de la víspera de Reyes cuando llamó a mi puerta. Lo hizo firmemente serena, abonanzada, aterciopelada, gosipina... Mientras lo hacía, a pocos milímetros de mí restalló un fogonazo, vertical, de abajo arriba, estruendosamente silente. La tierra se hizo sombra a mi alrededor y el firmamento entero se iluminó. Un ángel bueno, de luz, sexuado, femenino, una atleta de Dios en el oficio de dar y de darse sin condiciones abandonaba la tierra, sin mirar atrás.

-Toc, toc... Soy la soledad y vengo otra vez a verte -dijo.

-Te esperaba. Pasa, mi corazón está abierto -contesté.

La soledad nunca viene sola. Generalmente viene cargada de angustia y de sentimiento de culpa, pero esta vez no fue así. Esta vez llegó en clave de do, rebosante de fusas y corcheas y sostenidos y bemoles fadistas que alternaban entre séptimas y octavas. La soledad llenó mi silencio en tempo de adagio tranquillo y mi vacío de cálamos cargados de rimas inconclusas que colapsaron mi alma. El aire en la habitación se volvió denso y en su mediatriz surgió una gigantesca pantalla visible pero intangible en la que, en un instante y en perfecto desorden, se sucedieron los cuarenta últimos años de mi vida.

Más de catorce mil quinientas noches entre risas y llantos, y entre encuentros y desencuentros se sucedieron como el rayo. Más de catorce mil quinientos actos heroicos de escaladas limpias y de caídas al vacío en el intento de trepar milímetro a milímetro por la pared vertical de la convivencia que aspira al santo grial de la empatía eterna.

Millas y millas de navegaciones por mares en calma y bravíos se sucedieron en la pantalla alternándose con largos paseos por el ingrávido mundo de las aguas hondas de los mares donde moran todos los silencios. Mientras, revoloteando mis adentros, decenas de viejos tinteros sin gorro buscaban aparearse con las rimas y los cálamos para acompasarse a los emocionados acordes de guitarra y de piano que se contoneaban frente a mí, retándome a musicar de corrido el verso libre de la más triste melodía de mi dolor.

Pero no pudo ser, porque a esa hora en este sitio, en la tierra, no hay tiempo para el alma quieta ni para los cálamos cantores ni los acordes poetas. El pragmatismo social obliga a que todo se torne negro oscuro de tristeza socioritualizada.

Abriendo la terna del negro oscuro del dolor del luto social adocenado, el educado y útil representante de los servicios funerarios, con voz solemne y gesto compungido me dijo «lo acompaño en su sentimiento». Después me sometió al tercer grado que le imponía un formulario. Ay, el sistema empuja a que todo se vista de muerte muda y de tópicos sordos. La soledad, a esas horas, se disfraza de pellizco infame. Y el metrónomo que marca el compás del sentimiento se vuelve más socializado que sentido.

Pero los días pasan y la soledad sopla los vientos portantes que cazan el foque de la nave del dolor sereno y rotundo. Y la memoria del sentimiento hecho duelo social despierta de su amnesia y se desnuda y retoma su ser animal. Y aquel ángel áptero, de luz, se recompone en su lugar y lo ocupa todo, especialmente el agradecimiento. La ofrenda más elevada a los ángeles de luz idos no es el dolor, sino la gratitud, porque la gratitud cambia los recuerdos dolorosos en regalos exclusivos cada vez. La gratitud es la memoria del corazón, decía Jean-Baptiste Massieu, aquel obispo francés que le salió revolucionario al clero durante la Revolución Francesa.

Cuando el agradecimiento invade la soledad, la soledad se torna serena y sublime. Con cada lágrima, un milagro; con cada estremecimiento, un verso; con cada suspiro, un nocturno; con cada nostalgia, un tesoro; con cada recuerdo, una toma de consciencia de que el agradecimiento es una de las fuerzas más poderosas del universo. La más poderosa, quizá.

Decía que eran las cinco y diez de la madrugada de la víspera de Reyes cuando la soledad llamó a mi puerta, esta vez. Decía que eran las cinco y diez de la víspera de Reyes cuando un ángel bueno, de luz, sexuado, femenino, una atleta de Dios en el oficio de dar y de darse sin condiciones abandonó la tierra, sin mirar atrás.

Mari Carmen, será eterna, siempre.