Yendo al trabajo en plena cuesta existencial de enero, cuando hay que empujar los días para que se muevan y el impulso vital cae a mínimos, el coche se detiene en un semáforo detrás de un monovolumen. De pronto se abren todas las puertas de éste: de una trasera se bajan dos niños y una señora mayor (la abuela), mientras el conductor sale, se quita el abrigo, lo coloca atrás, levanta la quinta puerta y va dando carritos y mochilas a los niños, luego vuelve al volante al tiempo que la abuela cierra puertas, y todavía los niños tiran besos a la mamá (que no ha tenido que bajar) desde la acera, antes de que se abra el semáforo. El coche arranca, la vigorosa y aún joven abuela tira de los niños, estos de sus carritos, y toda la energía del episodio se expande por el aire, traspasa las paredes del cráneo del observador y disuelve las miasmas de indolencia. Puestos así, vamos allá.