Un cuadro tiene que ser un lugar donde el espectador pueda vivir. Lo dice escénico Juan Echanove dentro de la piel y del tormento del último Rothko. El pintor que buscó en su obra expresar las emociones básicas del ser humano: tragedia, éxtasis, fatalidad. El teatro es quejío, drama, una voz que nos despierte. Lo dijo Salvador Távora, el director de la dramaturgia andaluza experimental que trabajó en mostrar la rebeldía, la ética del compromiso, la esencia de lo andaluz entre las raíces del folclorismo y una subversión estética de su lenguaje. Rothko fue amargo, Távora también.

Murió el pintor en febrero de 1970 y en febrero acaba de fallecer quién ganó el Premio Ercilla de teatro en 1987.

Pasionales ambos, convirtió su teatro el torero sevillano con rostro de boxeador en un caballo negro del flamenco, del silencio del texto y de la tristeza como un estado aristocrático del espíritu, y su pintura el lituano fiero, egocéntrico y en constante desasosiego, en capas del pensamiento con tragedia en cada pincelada. Lo expresa con belleza de tensión dramática el diálogo enfrentado en la obra Rojo -otro regalo del Festival de Teatro de Málaga abrochado en alto por la magnífica revista de La Cubana- entre un sorprendente Ricardo Gómez con madera de excelente actor el joven protagonista de la serie Cuéntame, brío escénico y convincente en su lenguaje gestual y palabra en pie en su papel de Pepito Grillo, como el asistente Ken y su maestro en torno a la caligrafía sensorial y psíquica del rojo. El del vino, el de las rosas, el de los labios y el del corazón, esgrime el aspirante artista de las temperaturas de un color del pop a cuya vitalidad el expresionista Rothko le contrapone el óxido de las bicicletas en el jardín, la tormenta del fuego en la noche de Dresde, cortarse las venas, sangre en el lavabo. Su futuro en presagio.

Álgida escena, fotograma emocional, de las que junto al baile coreográfico de ambos pintando el bloque base de un cuadro rectangular a cuatro manos, hacen despertar los aplausos de un público que está refrendado atento a la permanente exigencia del pintor: que el cuadro cobrase vida ante la presencia de un espectador sensible, en cuya conciencia se desarrolla y crece. Lo mismo que Távora pretendió con un teatro expresionista que supuso una ruptura con el flamenco de complacencia, y su resituación en la realidad de la que emana su grito, además de contaminarlo de Lorca y de García Márquez de quien representó su novela Crónica de una muerte anunciada abandonando sus habituales sombras del negro en predominio del blanco, y ritmos de guajira y colombiana. Campos de color y escenarios que se convierten en un hábitat emocional. Para el dramaturgo que coreografía belleza en sus denuncias, para el artista que convirtió la pintura en un espacio de silencio para escuchar y para escucharse. Bastaba con situarse a una distancia aproximada de 45 centímetros, en la que el entorno desaparece y uno puede meterse dentro del cuadro.

El director andaluz de La Cuadra deja a su muerte la admiración de su gremio. La mía también, desde sus Bacantes estrenada en París, igual que su Carmen con baile, cante, toques de guitarras en sonanta y en directo la Banda de Cornetas y Tambores de las Tres Caídas de Triana, con la ópera de Bizet de fondo. Debería sonar esta música como duelo y vuelo en la despedida del Premio Max de las Artes Escénicas por esta obra, y Max de honor en 2017 por su trayectoria. Al pintor de los últimos años en pugna con su miedo al negro que todo lo engulle, incluido el rojo nos lo trajeron a Málaga Juan Echanove -cada vez más inmenso y poliédrico, dije ya que nuevo Rodero en su introspección dramática- y Ricardo Gómez en un estudio de 1958, donde el pintor lucha con su conciencia y la crisis creativa a causa del encargo de los murales sobre Las cuatro estaciones para el restaurante neoyorquino Four Seasons, a cambio de 35.000 dólares que lo convertirían en el artista mejor pagado de su época. El precio del alma que lo condujo a preguntarse si el artista debe convertirse en cómplice de la sociedad de consumo, y qué papel representaría la experiencia sensorial y espiritual de sus obras en un entorno en el que se iba a celebrar el dinero y su soberbia con comidas lujosas, ignorando que pintar es pensar. ¿Cuántos artistas entonces e incluso en la actualidad devolverían el dinero del encargo? ¿Quién se enfrenta en nuestro presente, como en aquel ayer, a la utilización decorativa del arte? No es lo habitual, en el dominante juego de hipocresías, banalidades y apuestas culturales, denunciar el buen rollismo social, imperante entonces y hoy, sin criterio y que avala la tiranía de todo nos gusta y todo está bien.

Rojo no sólo es una obra de teatro magistral en los cuadros de la historia, en los ritmos que ambos intérpretes ejecutan, en sus tensiones que aristan lo cómico, lo trágico, lo cotidiano, el choque generacional. Lo es también la maravillosa escenografía con la que Alejandro Andújar crea un espacio simbólico, una atmósfera mental, a través de un estudio zulo, de botes de pintura, cristales polvorientos, una silla de Muskoka, bastidores en barbecho, alcohol a pie del abismo, penumbra Caravaggio que tanto le influyó a Rothko, y por el suelo y de fondo discos de vinilo de Schubert y de Mozart. El campo de batalla en el que el nuevo ayudante, en su orfandad sentimental y artística, y el egocentrismo del maestro se preguntan a sí mismos a través del otro, desde la admiración y la tiranía, desde la pulsión candorosa del joven pintor y la soberbia e inteligente visión del demiurgo enfrentado al sentido de la pintura y de su propia existencia. Nada fácil para Ricardo Gómez sostenerle -sin embargo consigue ir más allá de ser un sparring con buen trabajo disfrazado de tablas de experiencia y prometedora frescura- la teatralidad y su fuerza al camaleón Echanove que, además de dirigir acertadamente, disfruta fagocitando las criaturas en deconstrucción y pesadilla que interpreta. Da lo mismo, un cerdo, que Quevedo, que viviendo, sufriendo y transpirando a este Mark Rothko sobre el que John Logan, guionista del Gladiator de Ridley Scott, indaga en el laberinto creativo de su mente, y con cuya obra ganó seis premios Tonys en 2009 en Broadway.

No sé si allí -en Málaga desde luego que no- hubo artistas plásticos disfrutando de la lección magistral de esta obra que entreteje los discursos estéticos, el sucesivo choque entre el surrealismo y el expresionismo abstracto, y el de éste con el pop encabezado por Warhol, devorándose los movimientos ente sí, en un viaje intelectual desde la sacralidad del arte a su democratización social. Sin olvidar la grandeza de la naturaleza humana del talento, del sueño, de la fragilidad, de la búsqueda y del bloqueo del artista. Algo incomprensible cuando la obra es -precisamente lo más enriquecedor de Rojo con su dueto expresivo de Echanove y Gómez- una perfecta y fascinante escenificación psíquica de la pintura que todo lo salpica y lo interroga; que habita lo psíquico donde sucede la angustia, la decadencia, el pánico a la muerte, el salto al vacío, la huella de la amistad ausente de Pollock, la acción y la plenitud de la superficie pictórica y el gesto frente a la introspección del silencio y las veladuras cromáticas que vibran desde la iluminación interior del color de su amigo Rothko. Extraordinario Echanove en ese viaje a los infiernos de la oscuridad sobre cuyo latido en su obra el pintor Sean Scully escribió que «el equilibrio entre austeridad y sensualidad se había roto a favor de la austeridad, y el juego teatral, que encauza la esperanza, fue reemplazado por la desolación de una sola línea de horizonte deslizándose de un borde a otro de la pintura. Rothko ya no era capaz de soportar más tiempo la tensión dramática entre esperanza y tragedia; él mismo se había quedado fuera de su propia escena».

Lo bello es el comienzo de lo terrible. Este verso de Rilke quizás sea lo que mejor explique el arte y el teatro como catarsis, como refugio frente a la auto destrucción, espejos en camino para expresar la liberación de la libertad.

*Guillermo Busutil es escritor y periodista

www.guillermobusutil.es