España está Machado. Su memoria es una conciencia que duele partida en dos. La que lo invoca como cumbre del castellano en monólogo con el paisaje y con Dios; la que recuerda su compromiso intelectual con la República y la honestidad de quien se pregunta por sus heridas y el valor de la verdad. Ambas echan mano a su pátina moral ahora que se cumplen 80 años de su muerte en Colliure, con la ropa cansada de un hombre desabrigado de amor y la primera ola del exilio ahogándole el corazón. Desde entonces nada hemos aprendido de las reminiscencias del dolor ni del exilio y su desgarro. Tampoco de la justicia a los muertos en anonimato ni de la concordia que conlleva la libertad. Aquí permanecemos emborronados de rojo y azul entre la palabra en batalla sin diálogo, y el aquelarre que todo lo endemonia enfrentándolo en dos. Un país con una gran mayoría de políticos y ciudadanos que jamás han leído a Juan de Mairena ni a Abel Martín. Los heterónimos con los que Antonio Machado representó su concepción plural del sujeto. Sus lecciones sobre la heterogeneidad del ser, la afirmación del otro, la defensa e importancia de maestro que enseña a dudar de todo y nos instó a «enseñad al que no sabe; a despertad al dormido; a llamad a la puerta de todos los corazones. Difundir la cultura es aumentar en las personas el tesoro de la conciencia vigilante». Quien definió la poesía como un diálogo del hombre con su tiempo, nos legó ese sueño de una España culta, moderna y europea. Su lectura honda nunca la hemos hecho bien. Seguimos rehenes de los caciquismos del rezo y de la escopeta, de la pureza de sangre y de la avaricia codiciosa del dinero, del cainismo español empeñado en atacar lo que no se entiende y de la obcecación de convertir los símbolos en una identidad en pugna consigo misma.

Qué sola España sin Machado. Sin Cernuda y sin Lorca. Tres andaluces de las raíces y la metamorfosis a mejor futuro que quebraron Franco y la atávica arenga de cruzada que continúa latiendo con tambores. Ellos, su luto, fueron fundamentales en el sentimiento del lenguaje como cuerpo de la experiencia, valor de la raíz del costumbrismo e innovación de la vanguardia en todas las formas de ser y expresarse. Melancólicamente senequistas de la lucidez y la derrota, audaces de identidades que dignificar, alegres de musicalidad y exploradores de la psicología del drama, fue su escritura una celebración de la vida que creía en los accidentes del verbo, en la complicidad del adjetivo, en el prodigio del silencio equilibrista, en la misteriosa perfección de la piel de las flores. En la palabra como sujeto libre, andadura vital y gestación del conocimiento primordial de las cosas. Tres poetas de los que aprender la conducta moral de sus versos en conversación íntima con el deseo, el olvido, la libertad, el intelecto, la angustia existencial y la ética. ¿De qué más tiene que hablar el hombre con los demás y a solas consigo?

De los tres nos queda su sombra desterrada. Asesinado por la espalda de la luna el granadino; endurecido en su amargura del exilio el dandi de la belleza y de las nubes; apesadumbrado Machado por dejar atrás su mar adentro de Castilla y de Baeza, en la humilde pensión Quintana con proa de barco varado en Colliure. A medias con su hermano José, con su madre de vuelta senil a Sevilla y el periodista Corpus Barga, simbólicos rostros de las 465.000 personas, 170.000 de ellas civiles, obligadas a cruzar la frontera con Francia. Su dignidad en pavesa al final de un poema a punto de partir. En sus últimas moradas lo recordaron esta semana Ian Gibson, autor de Los últimos caminos de Antonio Machado; Víctor Fernández, uno de esos últimos periodistas detectives de caligrafías perdidas y de tumbas de insomnes grillos, y Víctor Lamela, nieto del abuelo que le contó Yo pude salvar a Lorca. No faltaron flores como versos deshojados. Tampoco versos con aroma de claveles rojos y no me olvides de invierno. Sesenta años atrás, fueron Caballero Bonald, Jaime Gil de Biedma, Carlos Barral y Ángel González entre otros, los que rindieron de la poesía sus armas. En ese mismo cementerio le hará hoy memoria Pedro Sánchez. A trescientos kilómetros, antes o después, lo hará también en Montauban donde descansa Manuel Azaña, el presidente de la misma República pedagógica y que, al igual que Machado, defendió la conciencia cívica frente a la soberbia y el fanatismo.

No sé si esta semana en las aulas los alumnos han recordado al maestro de la claridad y las cenizas sobre las palabras que se tocan con las manos, con la educación y con la cultura. Esas que se caminan por adentro de los campos; las que se sienten en el flujo de las emociones que suceden en el corazón; aquellas que suscita la espuela del pensamiento cuando galopa o se ahonda sereno en sí mismo. O si será en esta que nos despertará mañana cuando algunos profesores les hablen a los estudiantes de la Literatura con mayúsculas. Aquella de la que importa su fondo y que lo humano protagonista siga latiendo fuera de la escritura, por encima de lo ortográfico y las redes sociales. Pero sobre todo de aquel buen hombre -al que se celebra un día, y de nuevo al pasado hasta el próximo aniversario redondo- que anduvo siempre entregado a la soledad de su palabra en el tiempo de la vida y en el tiempo de la memoria. Una sombra humilde en las pequeñas provincias de los cafés a media tarde, de las habitaciones estrechas de las pensiones en las que charlarse hacia dentro sobre todo lo que nos hace tierra y pájaros, y con la escritura austera contándole a Guiomar, en una carta de amor secreto, que la poesía es un cuento que canta. De sus huellas ofrece testimonio la exposición Los Machado vuelven a Sevilla inaugurada en el centro de la Fundación Unicaja de esa capital, con presencia de dos sobrinos nietos del poeta, 5.270 piezas entre fotografías, poemas dedicados, anotaciones tras el asesinato de García Lorca, un borrador de La Lola se va a los puertos de su hermano Manuel y el bastón del poeta entre otros objetos y textos que la entidad, de la que su presidente Braulio Medel es un confeso machadiano, ha ido adquiriendo durante décadas. Una buena ocasión hasta el 24 de mayo para recordar a ambos hermanos, en especial al poeta del que no sé cuántos recordarán la actualidad de los versos: «Espera, duerme o sueña ¿La sangre derramada / recuerda, cuando tuvo la fiebre de la espada?».

Hubo una época en la que todos los aprendices a ser en un poema lo buscaron en sus paisajes, convirtiendo sus propios caminos existenciales en el reflejo de la tonalidad anímica que les enseñó el maestro. Machado de sombrero y bastón, toda la madurez de su tristeza arrugada desde el rostro hasta los zapatos. Un hombre de soledades y ternura que nunca quiso huir más allá de la nostalgia de su infancia y sus cicatrices. Lo escribió convincente y lorquiano «tan pobre me estoy quedando, que ya ni siquiera estoy conmigo, ni sé si voy conmigo a solas viajando». Y a pesar de esa derrota del ánimo, de la amarga flor imposible del amor en la solapa -qué frágil Leonor, primavera mustia sobe el Duero; huidiza e intensa Guiomar, sus cartas perdidas en una maleta en una consigna de estación- el poeta mantuvo viva su sobria elegancia de enamorado al que tampoco la soledad besó. No pudo el peso de la tristeza que siempre fue su halo, desde la pérdida de su sevillana infancia entre limones, vencerle la fuerza de su altura intelectual ni su intento de responderse si las imágenes servían para expresar intuiciones o para enturbiar conceptos; si el fracaso de la República -que defendió hasta morirse con ella- fue un problema de cultura política o de compromiso.

Son hoy Machado todas las fronteras y puertos del exilio, de la democracia y de lo humano. No dejemos que su memoria se marchite como las flores de estos días en Colliure. Convirtámonos, como él, en soñadores de caminos y en palabras que de verdad significan. Lo necesitamos.

*Guillermo Busutil es escritor y periodista

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