Nos dejó escrito Séneca en su Hercules Furens que la virtud más importante de un monarca es su capacidad de nunca sentir odio. Afortunados somos por lo tanto. Es obvio que nuestro Rey goza en dichosa plenitud de los beneficios de esa virtud. No podemos afirmar lo mismo de otros. Confieso que me emocionó la presencia de nuestro Rey, Su Majestad Felipe VI, en los recientes actos inaugurales del Barcelona Mobile World Congress. Es verdad que mi respeto y afecto por nuestra Familia Real me viene ya de antiguo. Y por supuesto estoy convencido de que no hay mejor sistema político que la monarquía parlamentaria de los países europeos democráticos, en lo que se refiere al bienestar y la prosperidad de sus ciudadanos.

Admiré ese día al buen hacer de Don Felipe mientras sorteaba el campo de minas plantado en aquellos acontecimientos institucionales del Mobile World Congress por el actual presidente de la caleidoscópica Generalitat catalana y sus comilitones. Sin olvidar a la señora alcaldesa de la no siempre afortunada ciudad de Barcelona. Como no podía ser menos, Don Felipe estuvo más que brillante en el cumplimento de sus obligaciones. Como los grandes toreros en las tardes difíciles, se le notaba crecido y sereno. Austero y bien medido en el gesto y el ademán, ambos de acero del noble, por lo de flexible. Amable y considerado con todos, el anfitrión perfecto. La buena escuela que le dieron sus padres.

En la segunda mitad de la década de los años ochenta, tuve el honor de dirigir un conocido hotel de Madrid. Se levanta en el número 22 del Paseo de la Castellana. No era el único malagueño de aquella casa. También estaba allí el gran Cristóbal Blanco, el mítico jefe de cocina mijeño, antiguo compañero del glorioso Hotel Los Monteros de Marbella. Cristóbal y su equipo protagonizaron momentos de excelencia profesional en cenas y almuerzos institucionales servidos en aquel hotel de la capital de España a miembros de la Familia Real. Recuerdo aquel aparentemente sencillo salteado de verduras que entusiasmó a la entonces reina Doña Sofía, a su augusta hermana, la princesa Irene de Grecia y al príncipe Sadruddin Aga Khan. El que fuera un eminente ecologista y Alto Comisario de las Naciones Unidas para los Refugiados.

Unas pocas semanas después, al final de un concierto en el Auditorio Nacional, pude humildemente agradecer a la Reina sus muchas bondades. Cuando salía Doña Sofía entre el público que se apartaba respetuoso, obedecí, sin dudarlo un segundo, a un mandato del corazón. Desde el rellano de la escalera por la que un servidor de ustedes bajaba en unión de su mujer y uno de sus hijos, puse mi voz y mi garganta a prueba. ¡Viva la Reina! Los cientos de personas que llenaban aquel espacio, se unieron con un vibrante ¡Viva! cuyo recuerdo hasta el día de hoy me emociona profundamente.

Somos afortunados los españoles. Lo evidencian las reacciones de los huéspedes extranjeros de mi hotel madrileño, cuando veían en los salones al rey Don Juan Carlos: admiración, simpatía, respeto y quizás algo de innegable envidia. Sobre todo de aquellos ciudadanos de países menos afortunados que nosotros con los Jefes del Estado que les habían tocado. Los empleados del hotel lo sabían y lo agradecían. Nuestros monarcas entonces nos engrandecían a todos. Como nos engrandece ahora con su ejemplo su descendiente, Don Felipe VI.

¡Viva el Rey!