La maravillosa evolución del ser humano en el camino de la vejez hace que éste se vaya desprendiendo de cosas. Algunas, superfluas; otras, esenciales, hasta llegar a la última de éstas, el último aliento, que nos abre las puertas al misterio. Cada cual las va perdiendo según le toca, pero puede afirmarse con la solvencia de una ausencia absoluta de datos más allá de la propia experiencia que, pasados los cincuenta, el ser humano se desprende de la rotundidad de los adverbios.

Los « siempre», «nunca», «jamás», que han sonado como latigazos en nuestra boca, se atemperan, posiblemente porque hemos comprobado que cada vez que los decíamos se ponía en marcha el inexorable reloj para desdecirnos, curándonos gota a gota de la soberbia de pensar que la vida, esa gran humorista, no nos iba a colocar en el borde del precipicio para reblar de lo dicho.

Quitar calor a los adverbios puede que nos haga tibios, pero seguro que nos hace sabios. Sabiduría que echo en falta en los líderes políticos que, en estos días, comprometen el futuro como si ya lo conocieran afirmando con una rotundidad inexplicable que jamás pactarán con tal o con cual o con Pascual. Con seguridad aún no se han dado cuenta de que los ciudadanos les apoderamos vicariamente para que solucionen problemas, no para que nos los causen o agraven; y que el actual panorama político exige altura de miras y voluntad de consenso que vaya más allá de los golpes de pecho. Un «jamás» dicho por un político debería estar metido dentro del maletín nuclear o detrás de un cristal con la leyenda de «Rómpase en caso de emergencia». Aquí y hoy hay que sentarse y hablar de muchos asuntos.

Respétenos un poco: las poses, para el espejo y el toreo de salón, para el que le guste.