Después de una Semana Santa bronca, política, rara, volvemos a la normalidad. A la normalidad de un mundo cofrade que tiene personas y personajes capaces de buscar colgarse una medalla por faltar al respeto a sus hermanos de la forma más chusca y chabacana.

Un mundo cofrade, un submundo, que justifica los escraches, las amenazas físicas, las performances propias de grada de animación. Un submundillo en el que la comunicación sigue brillando por su ausencia, en el que los mensajes institucionales mantienen una capa de ficción que uno no sabe si viene de la inocencia o la ignorancia.

Lo claro es que estamos viviendo un cambio radical de la Semana Santa de Málaga y se ha generado una guerra. En las guerras, como en esta guerra civil cofrade a pecho descubierto, muere mucha gente. Vamos a perder, nos vamos a perder, muchos cofrades.

La normalidad cofrade pasa por hermandades convertidas en nidos donde la serpiente desova y campa a sus anchas. Los anónimos en redes sociales vuelven a fortalecerse, las críticas se convierten en acusaciones casi por lo criminal.

La normalidad cofrade, después de una anormal Semana Santa, nos trae un escenario más público. Que nadie se extrañe de ver a cofrades tirándose los trastos a la cabeza. Es lo más habitual del mundo. La cosa es que este año ha trascendido todo más por el cambio de recorrido. Y en esto todos tenemos culpa. El que esté libre de pecado, que tire la primera silla. El uno por obsceno, el otro por orgulloso, el otro por altanero, el otro por tozudo... Todos.

Normalidad crispada.