El libro es el único reducto del hombre libre, el último bastión ante la barbarie y de habernos sumado a la cofradía de lectores, esos seres inmortales que decodifican la realidad a base de abstraerla y rumiarla, hoy no estaríamos así. Hay quien dijo que una gran revolución puede nacer, más allá del ruido y la furia del cataclismo social, en el despacho de un oscuro profesor de Filosofía de una facultad cualquiera de provincias. ¿Qué son los libros sino soplos de libertad que, con viento huracanado, nos llevan a dialogar con las inteligencias más preclaras del pasado o del presente? ¿Acaso no son los lectores los últimos revolucionarios? Yo creo que sí. Hay quien usa un libro para equilibrar una mesa o una silla cojas, para dar una cabezada o, incluso, como parte de su indumentaria en un coqueto gesto por hacerse más interesante a ojos de quienes le rodean, pero los libros, como dije antes, han causado revoluciones y alumbran los sueños de libertad de millones de personas en todo el mundo: no sólo me refiero a la concreción de los principios del liberalismo político como doctrina cada vez más reducida y propia de élites que, a veces, ni la entienden; hablo de que el lector, si se deja llevar por el pacto que le propone el escritor y suspende su incredulidad, puede vivir mil vidas, escapando de la en demasiadas ocasiones hosca realidad, porque hace demasiado frío fuera y son las historias las que nos hacen más humanos, nos emocionan o afligen, nos causan dolor o nos hacen reflexionar. He conocido a demasiada gente que no lee. No lo critico. Supongo que, si antes era un acto heroico, ahora puede compararse con ese gesto del soldado que abandona su trinchera superado por la inmensidad y eficacia homicida del ejército contrario que acecha su posición. Hoy, ese ejército está repleto de distracciones como las redes sociales (que, según leí recientemente, están modificando nuestra estructura neuronal predisponiéndonos a la comprensión rápida y estéril de muchos estímulos pero alejándonos de la reflexión y la abstracción profundas), los programas basura, que siguen envileciéndonos como especie y como sociedad repartiendo clichés y perpetuando el chismorreo como dogma social, o actividades que no llegan a la altura de la sensación de bienestar o de plenitud intelectual que puede proporcionar la lectura de un buen libro. Hablo de ensayos o novelas, de poemarios, dietarios, recopilaciones de relatos o aforismos, porque entre los libros, como en todos los aspectos de la vida, también hay productos malos, aunque, como dijo algún escritor que ahora recordar no quiero, cuando se encontraba un libro que no le gustaba, simplemente lo cerraba y consideraba que él no era un lector a la altura de esa propuesta artística. La lectura tiene muchos enemigos, llamados con cursilería ladrones de tiempo: las descargas ilegales de libros siguen desangrando a los autores y a las editoriales, se suceden los títulos sin interés alguno, mientras que los editores y los libreros de siempre se abren con reticencia a las nuevas tecnologías y al libro electrónico con la única seguridad de que, si no son capaces de renovarse, morirán en el arcén de la literatura. ¿Cuántas veces un libro no les salvó la vida? ¿Cuántas veces una novela no les hizo pasar un buen rato convirtiendo en refugio ese rato íntimo de diálogo con su autor? ¿Quiénes de ustedes siguen comprando libros con voracidad pese a las dificultades económicas que a todos nos acucian? No quiero que respondan en alto. Piénsenlo. Denle una vuelta a estas cuestiones y susurren al oído de sus allegados que, en próximas celebraciones, la mejor forma de homenajear a la vida es con un buen libro.