Desde pequeñito me ha fascinado el crimen. El crimen literario, se entiende. No tardé en percatarme de que mi particular bagaje de lecturas impregnadas por el género negro siempre apuntaba a la misma convergencia: toda fechoría comporta un riesgo y, por consiguiente, desde la perspectiva criminal, hay que prepararla bien. Tengan en cuenta que, según qué páginas, Holmes o Poirot, entre otros, demostraban ser capaces de desentrañar hasta el batiburrillo más enrevesado y, por consiguiente, la mente de los villanos debía de estar más que a la altura de estos carismáticos colaboradores de las fuerzas del orden que tantos placeres nos han regalado con sus historias. A partir de ahora, atención, spoilers. Recuerdo, con admiración, aquella trama del marido canalla que, conociendo que la medicación diaria de su mujer contenía estricnina, añadió bromuro a la misma a fin de que el referido alcaloide se precipitara al fondo del recipiente conformando una última dosis letal. De todos modos, al final, lo cazaron y terminó colgando de una soga. Y es que, como siempre, los ojos de Poirot ven donde los demás no ven. En cualquier caso, los malos literarios o cinematográficos siempre han permanecido a la altura. Recuerden a Goldfinger declarando ante Bond que sus intenciones no consistían en extraer el oro de Fort Knox, sino en hacerlo inutilizable por medio de la radioactividad; o al implacable Stephen Norton, de la memorable Telón, de Ágatha Christie, que, manipulando la conversación, conseguía insuflar o implantar en otros el deseo de matar mientras él quedaba impune; o también el memorable Franklin Clarke de El misterio de la guía de ferrocarriles, misma autora, que diluyó el verdadero crimen de su interés entre una lista de asesinatos en serie sin sentido. En fin, uno aprende, sólo leyendo, sólo viendo la tele, que incluso el crimen debe estudiarse en su planificación y en sus detalles. Por eso la gente usa guantes, por eso se tapan la cara ante las cámaras, por eso miran y remiran, para evitar que caiga sobre ellos todo el peso, como digo, de las fuerzas del orden y la Ley. No tener en cuenta unos mínimos básicos, implica bajar de la novela negra al chascarrillo, al chiste, al pringao de turno y al género Torrente. ¿Saben aquel que dice que iban dos en un coche? Cuando la Benemérita les da el alto por exceso de velocidad y descubren que el conductor conducía borracho, sin papeles y sin permiso de circulación, el colega que lo acompañaba le comenta, pitillo en mano: Ya sabía yo que llevando un cadáver en el maletero de un coche robado no íbamos a ninguna parte. Y así está el patio. Como les cuento. Hace tan sólo unos días que la Policía Local de Málaga detenía a un chaval en calle La Unión por conducir, sin casco y sin papeles, un ciclomotor que, presuntamente, había sustraído a una pizzería. Ni la precaución de ponerse el casco tuvo el tipo. Ni para disimular. Que ya no sabe uno si lo del chaval es tontura insalvable, regomello por los nervios o que se le daba todo una higa. O quizá la criatura, no hay que pensar siempre mal, fuera cazada en plena y escrupulosa búsqueda de un casco para hurtar. Total, ya dijo hace poco el último barómetro del CIS que han cambiado las tornas y que, hoy por hoy, es más triste pedir que robar. Y no es que uno desee que Málaga se inunde de mentes criminales como la de Inglethorp, Clarke o Norton, pero con esta casuística no sabe uno si reír o llorar. También, hace unos días, se detuvo a una señora por darse de alta en una línea telefónica usando los datos de su vecina. Estafa y falsedad documental, nada más y nada menos. Para partirse el pecho. Y es que, puestos a bajar hacia lo simple, si robas un pollo, te arriesgas y te cazan, pues mala suerte. Pero, señora mía, si se tiene seso para perpetrar una dación de alta con datos ajenos en una compañía de teléfonos, ¿no lo tiene usted para, al menos, intuir que te van a trincar al momento? En cualquier caso, prefiero esta fauna para la vida real. Y los grandes cerebros criminales que se queden en los libros.