Hay ocasiones en las que el planeta se detiene a fin de fijar su mirada sobre un acontecimiento o instante. Es lo que ocurre, por ejemplo, cuando las primeras humaredas blancas afloran por la chimenea de la Capilla Sixtina. Valga también, verbigracia, el lapso que comprende el recuento final de votos que determinará al candidato que ostentará el sillón presidencial de la Casa Blanca, o los noventa minutos que enmarcan la final de cualquier mundial de fútbol. Les hablo, ténganlo en cuenta, de acontecimientos a escala planetaria. No me vale, por consiguiente, el ansiado momento de Nochevieja en el que se deja ver la cota de minimalismo que alcanza el modelito de la Pedroche. Así, desde estos parámetros, hoy vengo a referirles la historia de un botón, de una tecla. De un dedo, si lo prefieren. Servidor no es experto en tecnologías pero, desde la lógica y el sentido común, me atrevería a concluir que cada mensaje de whatsapp, cada cuerpo de texto de correo electrónico, cada imagen o vídeo con pretensión de incorporarse a la red, alcanza su difusión, en ultimísima instancia, con el postrero clicado de una tecla a través de la cual queda publicado e incorporado a la bandeja de su receptor, a la red, a su concreta plataforma digital o al mundo entero. Hace tan sólo una semana, el que pasará a ser el dedo más famoso de la historia de la televisión pulsó la tecla a través de la cual el capítulo final de Juego de Tronos quedaba incorporado en el portal de HBO junto a sus precedentes de la octava temporada y sus siete hermanas anteriores. El mundo clavó su mirada en el instante. Vértigo. Nadie es capaz de negar que la historia de Martin, narrada y ejecutada a través de la pantalla, ha cautivado corazones y regalado mil y un momentos de indubitado disfrute. Durante más de ocho años, la serie que se ha alzado como claro estandarte de HBO nos ha llenado los días, las conversaciones, las ansias, la imaginación y los encuentros lúdicos entre familiares, amigos y compañeros afines. Y cuando les hablo de la serie me refiero, por supuesto, a todo el equipo demiurgo que ha logrado moldear su forma. Que levante la mano, de entre sus seguidores, quien no haya quedado sobrecogido con la decapitación paterna, quien no haya sonreído con malicia mientras sostenía una copa de vino, quien no haya mentado en voz alta que «se acerca el invierno» y quien no haya silbado o tarareado, en público o en la intimidad, el consabido «tantan, taratantan, taratantan, taratantan». Cenas en torno a cada capítulo emitido, favoritismos, emociones contenidas, charlas con amigos, posicionamientos a favor o en contra de los distintos personajes, quinielas a fin de apostar y vaticinar el destino de los mismos, alivio y evasión tras la dura jornada de trabajo e inevitable despertar del niño que ama las historias y que todos llevamos dentro. Todo eso y mucho más nos lo ha regalado el equipo de profesionales que ha logrado materializar la serie que, de lejos, se postula como merecedora de ocupar el trono de la fantasía épica televisiva. Olvidar todo lo disfrutado durante ocho años y entrar a condenar la serie al completo porque las formas, los ritmos o las tramas del último capítulo no alcanzan nuestras expectativas no sólo denota un ánimo simplista sino que, además, resulta claramente injusto. Posiblemente, a los ochenta años, sentados en una silla, hayamos olvidado los acontecimientos clave de nuestra infancia, a muchas de las personas que pasaron por nuestros días, incluso las sensaciones, puede, de otros tantos sucesos que, en su momento, se nos antojaron vitales. Pero, sin duda, lo que siempre nos rondará por la mente será el eco de una melodía, la sombra de tres dragones rajando el firmamento, un trono forjado con las espadas de los vencidos y la mítica leyenda de un titánico muro de hielo que separaba y defendía el mundo de los hombres frente al mal desconocido. A fin de cuentas, el último capítulo de la serie, frente al cual sólo cabe decir gracias, dejó impresa en la piedra de nuestra memoria una verdad colosal y de justicia que no debe pasar desapercibida: «No hay nada más poderoso en el mundo que una buena historia».