La confluencia entre los montes Calvario y Victoria conforma un territorio tan insólito como hermético; todo su perímetro está edificado y densamente poblado en un intento aparente pero vano de ocultar este reducto, al que delata un relieve cubierto de pinos y coronado por una ermita y unas antenas de comunicación, respectivamente. Las escorrentías superficiales forman una vaguada llamada -según parece- arroyo del Tío Jacinto, que acaba domesticado y entubado bajo el asfalto de calle Amargura.

Quien se aventure en este espacio nemoroso descubrirá a su mediación un antiguo algarrobo cuyo tronco ha sido horadado por el tiempo; hoy sobrevive bajo la égida del pinar de repoblación, pero las atormentadas nudosidades de su raíz sugieren que ya estaba aquí mucho antes de que los ingenieros forestales llegaran en los años 40. La oquedad de su madera puede albergar un niño en su interior, por lo que no es raro que haya quien utilice su embocadura como patrón de medida del crecimiento de su prole, propiciando un ritual entrañable que se repite año tras año y cuyo resultado tangible es una foto que testimonia los cambios experimentados desde la última visita. Imagino que así es como surgían los mitos en los tiempos en los que los hombres aún creían en ellos: el viejo algarrobo ha asumido una función totémica. De este modo, cuando alguna inquietud amenaza, una visita al 'locus amoenus' restituye el equilibrio.

Quién sabe, la idea de que un venerable árbol nos sobreviva resulta reconfortante. Cuando no seamos más que un recuerdo, lares y penates seguirán morando en la concavidad amiga. Siempre que no lo descubran los operarios municipales, claro: su aspecto ajado difícilmente superaría el dictamen de Parques y Jardines.