El Instituto Cervantes expone La caja de las letras, un cementerio literario de 2.800 palabras fallecidas a causa del desuso, lo que demuestra que el lenguaje está malherido, y yo derramo lágrimas de cocodriz. Bien es cierto que la lengua se renueva con términos que asimilamos por inercia, con vocablos que vienen de ultramar y anidan en nuestro vocabulario como pájaros cucos, inoculadas por el bombardeo continuo de su uso, desprestigiando la belleza y eficacia de las que ya deberíamos conocer y usar, pero, lejos de esforzarnos por fortalecer el legado de Camba y Campmany, acuá nos arrimamos a la pluma de Maluma y a la verborrea de cualquier influencer (ya he caído) camasquince, y eso, antes o después, nos pasará factura.

Esta situación causa grave aglayo, tanto que entran ganas de alarse con asgo, y también con el diccionario a otra parte. Y es que el lenguaje es el ADN de un pueblo, es el eco de una tradición oral y escrita, el bósforo que une a dos vecinos. Pero nos hemos vuelto baratistas del montón, abandonamos el esfuerzo de nutrir nuestra más preciada red de comunicación y nos colgamos de la pendular basilea. Cadascuno puede hacer lo que le plazca, pues no seré yo quien imponga la línea de actuación. Que esto no es una cherinola, ni un aquelarre, ni un zoco mercandantesco, tan sólo una actitud que cada quien debe afrontar como le venga en gana. Pero el lenguaje, en esa omisión fuenteovejunera, va perdiendo la esencia a chorros, y nos deja un vocabulario con engurrias, ensangostido. Una lengua cadávera que, o espabilamos, o no revivirá ni el mejor mege.

Hay quien hoy se esfuerza por rescatar del olvido palabras que deberían escapar de esa reserva natural del sinónimo y el barbarismo. Guzpatareros inteligentes, ladrones de teclado virtuoso y tinta lenta, que horadan oquedades en los muros del confinamiento para robarle palabras al ostracismo. Hidropedal, por ejemplo. El gran José María de Loma tiene en su lista de cosas pendientes el escribir una columna en la que aparezca la palabra hidropedal. Lo ha advertido tantas veces que no consigue aún borrarla de su lista, pero de tanto anunciarlo la ha salvado, por lo menos, del pozo de la desmemoria. Y eso es de gracir.

No se trata tanto de rescatar el castellano antiguo ni de reivindicar el mester de juglaría, sino de cuidar un bien preciado e inmortal. Sustituir una palabra perfecta, acorde y atinada, por otra de saldo populachero, manoseada, demoñeja, por muy aceptada que nos la vendan, abarata nuestra cultura, nuestra forma de entendernos. De resucitar el léxico, y colocarlo en el sacro lugar que le corresponde, dan buena cuenta poetas como Pedro Marín Galiano, que con mirada limpia y poderoso renglón forjado en la tierra de los sueños te descubre que una mariposa es una flor que aprendió a volar. O José Antonio Sau, cronista del pestañeo de una chica con ojos manga, y que, sin permiso de Oporto, le robó cuentos a la cara oscura de la luna.

Existen muchas formas de salvar el lenguaje, aunque, es cierto, la inmediatez y la escasez del tiempo necesario para paladear una idea como es debido nos encorseta en modos directos, nos disfraza de francotiradores del verbo. El articulismo periodístico es un buen ejemplo. Un género literario tan digno como otro cualquiera. Claro, conciso y concreto. Setecientas palabras que son siete centenas de disparos al corazón del saber y entender del lector, que no tiene nada mejor que hacer que perder su tiempo leyendo una columna peor o mejor escrita, que transmite una opinión más o menos acertada. Y el lector, y su tiempo, y su inteligencia, son sagrados. No tienen precio.

Por eso, es obligación de todo escritor hurgar en el baúl de las palabras abandonadas, para darle al lector la calidad que merece y apartarlo, aunque sea por cinco minutos, de un mundo que ha olvidado la excelencia y se ha rendido al lenguaje industrial, deshumanizado y chabacano.

Querido lector, nunca caiga en el desaliento. Busque a su articulista de cabecera. Encuentre a quien le haga leer, criticar, enjuiciar. A quien le regale la palabra exacta. Porque el hidropedal, a diferencia del coronel, sí tiene quién le escriba.

«Si las palabras no se las dices a alguien no son nada», Cinco horas con Mario, Miguel Delibes.