El gesto de la vida en movimiento. Rutina de andar mirando hacia dentro de la oscuridad de uno mismo; hacia el ruido que revolotea a nuestro paso como miles de pájaros enloquecidos, jugando al pilla pilla o trajinando en su tarea. O hacia ningún lado y dejando que todas las imágenes sean borrosos fogonazos de humanidad, de máquinas, de objetos, inmóviles en su fulgor o deshaciéndose entre lo efímero y la abstracción que conlleva la rapidez de la vida. Tú, usted, ella, vosotras, él, como agentes de la ciudad con la existencia veloz, seguros del anonimato que nos mantiene como un secreto a salvo de todo, de los demás, de las exigencias que aguardan en el trabajo y en casa, incluso del fantasma interior que te interroga retador o sonríe confidencial desde el escaparate en el que te/os has/habéis reflejado y de cuyo interior se ha formado parte durante un segundo de eternidad en exposición. Así somos multitud y millones, a diario, caminando con la invisibilidad a tamaño humano. Libres y alienados, acróbatas de la fugacidad, gente entre la gente, alguien que nadie imaginaria qué es ni tampoco se elegiría para sí mismo. Hasta que alguien te intuye, te ve, te mira, te enmarca a un palmo de tu rostro con un objetivo de 50 milímetros, y te roba mirándote de frente, en diagonal o de lado un segundo antes, un segundo después de ti, con la yema de su dedo existiéndote dentro de un disparo.

Muchos años después nadie conocerá tu nombre ni sabrá el estado de salud de tu corazón o de tu cuenta corriente. Si te batiste en retirada de tus sueños o la vida te regaló un buen par de adjetivos que no se han deformado del todo. Pero estarás criogenizado en un archivo fotográfico, en el catálogo de los modelos espontáneos y fugitivos de Bill Cunnigham -espléndido su documental en La Noche Temática, imprescindible programa de la RTVE como Imprescindibles y que podrían reunirse en estuches para regalar gemas, zafiros y rubíes de cultura - . Y también en alguna de las paredes de la sala de Fundación Telefónica donde Raphaëlle Stopin nos muestra desde su selección, hasta finales de septiembre, un William Klein innovador, polifacético, dandi de la mirada abierta al hedonismo con el que retrató la vida común, en constante evolución en Nueva York, en Roma, en Moscú, en Tokio, haciendo de cualquiera el protagonista de un relato. Igual que el enano al que aúpan los vecinos del barrio y su divertimento va tornándose en un peligroso final recogido por la secuencia de planos cortados de Klein; que las parejas jóvenes y maduras a las puertas de Le Petit Magot o la infancia inocente columpiándose en un parque neoyorkino. De ninguno es público el nombre, la edad, los porqués del niño que te encañona con un revólver y con el gesto feroz de su rostro aprieta el gatillo contra el fotógrafo, contra el espectador al que Klein siempre sitúa dentro de la escena. Tú, usted, ella, él, ahora frente al fogonazo rubio y rojo que ciega por un instante y deja en la sala un olor a pólvora.

Quién sabe si William Klein le guiñó el ojo en el momento en el que inmortalizó el futuro de su violencia, o si en lo previo a la inauguración, delante de esta fotografía o de la modelo en escala más grande sobre la fachada impresa por la que huye pegada a los balcones -como si escapase de puntillas en vértigo del esposo a punto de sorprenderla con su mujer amante- charló de cine y de miradas que hablan con David Felipe Arranz. El jefe de prensa de Fundación Telefónica, adicto a la cultura y que tanto sabe acerca del periodismo en el cine, de sus héroes y villanos, de aquel galán oscarizado de Vencedores y vencidos, Maximilian Schell que bien podría haber sido modelo con el cuello alzado de Klein o seduciendo de perfil a las dos señoritas de rojo a punto de detener el tráfico en un avenida. Igual que a Arranz le gustan las viejas películas de Fritz Lang, y comparten la antigua caballerosidad de pertenecer a una hermandad del oficio en la que lamentablemente se van perdiendo la clase y el compañerismo. No sé si Arranz lo invitó a su Marcapáginas -Antena de plata el pasado año- para que le contase en las ondas de Radio Capitol por qué decidió sacar la moda de los espejos, en los que una joven con bombín se multiplica en una inquietante maniquí de Orson Welles, y soltarla en libertad en la jungla urbana, desfilando entre lo espontáneo y la ficción por un paso de cebra o emergiendo como una diosa de blanco en mitad de una acera y a un abrazo de ser arrestada por dos marines. La belleza fuera de foco, desenfocada a veces, con mucho contraste en ocasiones, con grano grueso o entre el humo de un cigarrillo como máscara. Que hermosa Bárbara Mullen en «Hat and five roses» retratada en mayo de 1956 para Vogue, y que ahora mismo me mira desde la pared de mi despacho donde continúa fumado, igual que una efigie de mirada oriental abstraída en su inmortalidad de musa. Ni siquiera tose, sólo permanece.

Qué tipo con tanta suerte. Cobrar de lujo por viajar a ciudades en las que robar de cerca a sus gentes para revistas sobre tendencias de diseños y páginas equilibradas de modelos de una sociedad transformándose en modernas con artículos de fondo con ideas y subversivos lenguajes independientes, y para libros de culto que muy pocos compran y se hojean en las tardes de tormenta o cuando tartamudea a solas la memoria. Gracias a su legado y a las exposiciones como la de Fundación Telefónica disfrutamos desde hace años de su visión de Roma, -ahora es la de Sorrentino- con sus familias a bordo de la Vespa o con la escultura de los amantes grecorromanos en pugna custodiados por un tipo felliniano domando el tiempo con un cigarrillo de tabaco negro. Tiene registrados también en Moscú a la policía secreta en gabardina con la violencia comisaria cruzada y avizor bajo los sombreros con sombra de ala; la negritud de Nueva York en los barrios obreros y a las amas de casa en los pasillos del supermercado con ofertas de promesa blancas. En Tokio fue más allá de lo puramente fotográfico para recoger en el 64 el dadaísmo de Shinohara Usho y su boxing painting a golpes de tinta china en combate con un mural, y a los bailarines compulsivos recorriendo en danza las calles. No se conformó con sentir y cazar imágenes, con crear perspectivas diferentes de la moda. Tampoco con hacer anuncios publicitarios y películas en los inicios del Pop como "Broadway by light" (1958), "Who are you Polly Maggoo?" (1966), la considerada por algunos la mayor sátira antiestadounidense "Mr. Freedom", y "Muhammad Ali the greatest" con el mítico campeón cuatro veces del título mundial de los pesos pesados. Fue siempre un artista inquieto, todavía se le nota en los ojos con los que miraba en la inauguración todo lo que le rodeaba, y ese mismo espíritu junto con su formación en la vanguardia plástica del cubista francés Fernand Léger, le condujo a la experimentación en los años cincuenta de sus abstracciones geométricas en blanco y negro, y años después a sus contactos pintados", en los que la fotografía es manipulada por la pintura y con pinceles de gran tamaño interviene sus instantáneas en violeta, amarillos, rojos.

Cada día un poco de vitamina para la mirada. Y para el alma una lectura. En estos tiempos donde la política se embarra y se empobrece, embrutecida y sin sensibilidad alguna para su lenguaje, su ética y su compromiso con la ciudadanía, y de hogueras también en la temperatura, refúgiense a salvo en la Fundación Telefónica. El edificio que a finales de los años veinte el arquitecto Ignacio Cárdenas convirtió en el primer rascacielos de España. De su remodelación tiene su estupendo ascensor de carga transparente que asciende al visitante a la oferta cultural de la que se apeará con nuevas palabras despiertas dentro de una mirada nueva. El regalo de haber disfrutado de las imágenes de pared y de las proyecciones sobre los universos del mundo en desafío y revelaciones que retrató William Klein, el etnógrafo expresionista del hombre contemporáneo siempre en metamorfosis, en fuga y en construcción de su doble.