Los he descubierto. Los tenía muy cerca pero no los veía. Luego los vi pero no los entendí. No creí que estuvieran hechos para mí. Pero sí. Ahora están entrando en mi vida. Y, francamente, los quiero. Los quiero un taco. Los bolsos.

He descubierto los bolsos. Los amo. Y no los llevo de colores por el qué dirán. Y no los llevo grandes porque he nacido cansado. Y no me compro siete porque me han pasado varios recibos del IBI atrasados, aún me tengo que ir de viaje y la cuenta corriente va camino de quedarse pelá. Los bolsos.

A ver: cómo, señores, cómo, es posible que los pantalones nos sigan aguantando con tanto como les metemos en los bolsillos. En invierno, con chaquetas, contamos con más recovecos en la indumentaria, pero ahora, en el estío, sólo contamos con los bolsillos del pantalón. Algún listo me dirá que también está el de la camisa.

Pero, francamente, cualquier hombre con estilo y el cincuenta por ciento de los que no lo tienen, el estilo, saben que el bolsillo de la camisa es sólo de adorno. Los carpinteros también saben que es de adorno pero les sirve para meter los albaranes. No soy carpintero y además las camisas que yo me compro no suelen tener bolsillo. Entonces... entonces, a lo que iba: cómo leches seguimos metiendo las llaves, el móvil, el móvil de empresa, la cartera, las gafas, el tabaco, el mechero, los chicles y la Biblia en verso en el bolsillo. Eso sí que es un milagro, y no que el camello pase por el ojo de una aguja. Y no digamos ya los que somos aficionados a llevar encima también una libretita. Y un boli. Y además de gafas de sol tenemos gafas de ver. Un día estuve a punto de comprarme una carretilla. Y no era plan. Los bolsos han llegado a la vida del hombre. Y nos están salvando. Sobre todo, en verano. Sí, porque te pones uno de esos pantalones finitos de bolsillos, ideales para meter las manitas pero no puedes meter manita ninguna porque están como alforjas. Y eso por no hablar de la noche, ¿cómo vas a un bar con semejantes bultos en los pantalones?

Y si para aligerar te colocas las gafas de sol en la pechera pareces un pringao que viene directamente de trabajar todo el día. Y así no ligas. La gente es ahora muy listilla y sabe que si de noche aún llevas las gafas de sol es porque has salido de tu casa muy temprano y llevas todo el día fuera y entonces de la ducha matinal queda ya poca huella... y no se te acercan, la gente es que es el colmo, tienen los colmillos muy retorcidos, parece que han hecho todos un máster, pero eso daría para otro artículo... en fin, que tienes que convencer a quien sea de que en realidad eres un profesional, que sabes que si vas de juerga vas de juerga y si vas de juerga acabas por la mañana y si acabas de mañana hay que tener gafas de sol para sobrevivir. Y para que los demás sobrevivan a tu mirada. La mirada es lo único que no te puedes meter en el bolso, pero el bolso te sirve para llevar las gafas. Y no es menos cierto que no pocas gafas son ya de por sí un tipo de mirada. Puede que no esté bien visto llevar bolso, pero salta a la vista que es útil y por lo visto se va a poner de moda.

También entre el masculineo. Claro que entonces vendrán los problemas. Por si no fuera poco el tener que acordarse de combinar los colores de los zapatos y el cinturón, habrá también que acordarse de combinar ambos elementos con el bolso.

Difícil, difícil para los daltónicos, para los despistados, para los desastres, para los iconoclastas, para los pobres para los no presumidos, para... los hombres en general... sobre todo para los que siguen anclados en esa, sin duda, vanguardista y moderna creencia de que los bolsos de hombres se llaman mariconeras y que en realidad ningún bolso es para un hombre.

Yo creo que los bolsos habría que implantarlos por ley. Te cabe de todo. Y... los hay tan monos...