La mayor parte de las injusticias que acontecen en nuestra cotidianeidad más inmediata quedaría totalmente difuminada si asumiéramos como propia la filosofía del Quijote. Pero claro, para interiorizar esta visión de vida que les propongo, lo primero que hay que hacer es leerlo. Quizá, hoy por hoy, tal y como está el patio, tristemente, sea mucho pedir. Las grandes historias que atesora la Literatura Universal, qué más da si reales o ficticias, no cesan en su afán de ofrecernos una sabiduría moral que se alza como incuestionable aprendizaje con el que poder contrastarnos durante el breve lapso de tiempo que se nos ha concedido y al que, de común, denominamos vida. Son los prejuicios, la razón de los tontos según Voltaire, quienes vienen a enfrentarse directamente con esta idea de crecimiento interior que no pretende más que convocar a la mejor versión posible de nosotros mismos. Hablar en general, como dice mi compadre, el inefable Francisco Cabrera, es necesario. De no ser así, no podríamos platicar sobre nada. Pero tomar una postura inmovilista conforme a postulados basados en quién sabe qué criterios puede provocar más de una injusticia. A fin de cuentas, un prejuicio no es una certeza y, por lo tanto, teniendo en cuenta el carácter voluble del concepto, es fácil que veamos derrumbarse por los suelos a muchos de ellos. El más grande de todos ya quedó plasmado en la historia de la Salvación por parte de quienes venían a poner en duda que Jesús, el hijo de Dios, pudiera encarnarse entre el género humano en mitad de un pesebre. Para quien no sea creyente, valga referir, por ejemplo y bajo el espíritu de la misma argumentación, que Einstein creció con dificultades de lenguaje y de aprendizaje. Fueron muchos, imagínense, los que entonces cuestionaron su futuro académico. Pero tampoco es que haya que ahondar en el baúl de la historia para justificar esta idea. La persona más honesta que conozco creció en un barrio donde se rifaban navajazos por veinte duros. Así, como les cuento. En cualquier caso, no son sólo las personas concretas, históricas o de nuestro entorno, las que vienen a definirse como diana del prejuicio.

La sangre es un lazo que aparentemente nos estrecha a la familia pero, ¿qué es la sangre sin roce? ¿Cómo, en qué momento, cuál fue el instante vital en el que consentimos que nuestro prejuicio nos permitiera etiquetar y encorsetar sin salvación alguna a quien mostraba un tatuaje, un corte de pelo, una ideología, un tipo de ropa, una religión o una identidad sexual? Todos esos juicios previos no tienen más sostén que la ignorancia y son susceptibles de caer como cayó Babilonia porque, a fin de cuentas, como bien cita Michael Crichton, «el prejuicio es la opinión en ausencia de pruebas». La Constitución Española cercena los prejuicios en su artículo catorce cuando viene a disponer que no puede prevalecer discriminación alguna por razón de nacimiento, raza, sexo religión o, por si fuera poco, cualquier otra condición o circunstancia de carácter personal o social. Ese hachazo normativo al prejuicio es el que viene a conformar el Derecho, con mayúsculas, a la igualdad o garantías penales tan fundamentales como el indubio pro reo. A Dios gracias, y también a nuestro ordenamiento jurídico, nadie será condenado por el simple y sólo hecho de haber nacido en los Asperones, por el simple y sólo hecho de ser musulmán o por el simple y sólo hecho de llevar una calavera tatuada en la calva. Sin embargo, el día a día, ustedes lo saben tanto como yo, no es tan idílico.

La semana pasada, la prensa local refería que una alumna ceutí de la UMA era vetada por su casera por el simple y sólo hecho de proceder de la barriada de El Príncipe. Y de ser así, de ser cierto, es por lo que les referenciaba el Quijote al principio y por lo que ahora vuelvo a él. «Si tomas por medio la virtud, y te precias de hacer hechos virtuosos, no hay para qué tener envidia a los que los tienen por ser príncipes y señores, porque la sangre se hereda y la virtud se conquista, y la virtud vale por sí sola lo que la sangre no vale».