Disculpo todos los vicios, siempre que reconozcan que mi orgía sabatina los supera. Ese día me empapo y empapelo de periódicos de todas las ciudades, regiones y países, para disfrutar con la lectura de las voces más autorizadas. Ya pueden imaginar que algo saldrá mal en este artículo. En efecto, mi suerte y mi rutina se torcieron el pasado sábado, porque la prensa española venía íntegramente zurcida de Madrid Central. Ni siquiera tomé la precaución de enterarme levemente de la cuestión. Puedo prescindir del centralismo y de la solidaridad con el ombliguismo madrileño. No compré ni una sola cabecera de este país centrípeto, espero no haber dañado irremediablemente sus balances. Me forré de los tres Times, el Monde o El Espejo, los cuales acierto a descifrar gracias a las ilustraciones.

Me he convertido en un experto en Boris Johnson, el Donald Trump educado en Oxford, sin la imposición de rendir tributo a la ciudad irreversible. Me entero de perfil de que la noticia hegemónica era una vulgar sentencia de un juez de lo contencioso, ni siquiera de Marchena. Se ha sacrificado el suceso a la religión, a la obligación de transmitirte que Madrid es Central en tu existencia. Cuando la descentralicen, empezaremos a hablar.

Madrid Central es la ciudad donde nunca ocurren acontecimientos de la importancia que se les brinda. En cada casa norcoreana hay una foto de los Kim, y ninguna vivienda española puede prescindir de una portada que le advierta de la imposibilidad de emanciparse del madrileñismo, la visión sesgada que atenaza al país entero. Los problemas gaseosos se solidifican en bronce escultórico si trascienden en la Corte. No se trata por tanto de purificar a Madrid Central de la contaminación venida de fuera, sino viceversa, alguien debería proteger a los salpicados por las emanaciones del centro del Universo, uno de los lugares más grandes que podemos imaginar.