Bajé desde la calle Álamos a la Plaza del Teatro y descubrí, al fin destapado de andamios y lonas, un imponente y bello edificio blanquecino. Caramba, me dije, pareciera que están erigiendo una Diputación Provincial. No era el caso. Son viviendas, me comentó un obrero que comía un bocata sentado en el suelo leyendo un libro de Plauto mientras sus compañeros bebían latas de refresco o miraban el móvil. No está quedando mal la zona, aunque esta frase podría haberse pronunciado hace diez años. Y lo que queda. Continúo hacia abajo (en el paseo, no en la vida) y en calle Comedias entro a una peluquería decorada a lo retro. Pego la hebra con el peluquero mientras lucha contra mis rizos a propósito de Maradona, del que hay varias fotos en el establecimiento. Qué grande era, era Dios, la mano de Dios, qué gol aquel y tal.

Yo vi varias veces jugar a Maradona, una de ellas en La Rosaleda. El Barcelona ganó uno a cuatro. Fui con mi padre y disfruté de un ambientazo. Esto no se lo digo al peluquero, me lo guardo para el artículo, así sigue siendo un secreto. El peluquero parece que va a terminar pero me pone un ungüento. Lo dice así. Ungüento. Sin miedo a emplear un palabro demodé. Otros más antiguos dirían afeites. Los de mediana edad, loción. Un moderno de los ochenta tal vez habría dicho fijata. Pero no es exactamente gomina. Me pregunta que qué tal me veo y le digo que parezco más joven, dos días más joven. No entiende la broma o no le hace gracia. Tiene la amabilidad de ofrecerme un café. Yo antes de tomar café estoy de muy mal humor. Y como estoy sin café y de mal humor, rechazo el café sin caer en la cuenta de que es café. Esa prevención que tiene uno a rechazar cosas por temor a ser engañado o engatusado o timado tendría que mirármela. Pero me la miraré un día que lleve dos cafés en el cuerpo. La gente agradece que en una peluquería sean efectivos y baratos. Yo lo que quiero es que sean breves. Me agobia un poco el trámite, como todos los trámites en realidad. Salgo satisfecho y con menos pelos. Hace viento. Parece que es el primer día verdaderamente otoñal en Málaga, con lo cual ya sé que al abrir el Facebook me voy a encontrar con que alguien presenta un libro esta tarde.

Si fuera con los pelos revueltos y mal afeitado seguro que no pararía de encontrarme con conocidos, pero como voy hecho un dandy, chaqueta nueva incluida, no veo a nadie. Solo veo troleys que arrastran turistas, desconocidos nativos y una cola de gente mayor delante de una agencia de viajes. Empieza la temporada de excursiones del Imserso. Madurar es comprender que la felicidad puede estar en Torrevieja. No sé si comerme un bollo o redactar un editorial. O buscar nuevos edificios. Tal vez el del hotel frente a la iglesia de Santiago, que le está dando un nuevo aire a la zona. Lo cual no sé si conviene a mi peinado. Un señor con el rostro algo cubista me para y me pregunta si es mejor ir al Museo Picasso o a la Casa Natal. No estoy muy seguro de si soy un indeciso. Me enredo en explicaciones. A pelo.