A M. le gustan mucho las margaritas. Las cuida con esmero y ellas le corresponden adornando la terraza en los meses en que se convierte en el lugar más transitado de la casa. La aparición de las primeras flores señala con puntualidad el inicio del buen tiempo -si es que en Málaga puede hacerse tal distinción- y éstas desaparecen de manera paulatina, a medida que los rayos del sol se vuelven más horizontales. A falta de un contacto directo con la madre Tierra, las margaritas de M. prosperan en una serie de tiestos cerámicos que ella ha dispuesto estratégicamente en un rincón soleado, bien a la vista también desde el interior del salón. Por eso, en estos días de noviembre aún pueden verse desde el calorcito del hogar: se han convertido en una mera promesa de futuro, en unas discretas matitas de un verde poco lustroso, eclipsadas ahora por la turgencia de las plantas crasas con las cuales comparten el espacio. M. suele bajar la guardia durante los meses menos cálidos en cuanto a sus protegidas se refiere. Por esa razón parece no haber advertido la aparición de una solitaria flor tardía en una de las macetas. Yo, sin embargo, que nunca les presto demasiada atención, por alguna razón me he dado cuenta antes. Y, por vez primera, siento la urgencia de recurrir a ellas. Confieso aquí mis planes de cortar esa margarita solitaria; me pregunto si M. accederá o si, por el contrario, debería yo hacerme con la flor de manera clandestina, antes de que ella sea consciente de su presencia.

Pero no, debo ser honesto e interpelarla directamente. Querida M., mira qué curioso: ha florecido una margarita a destiempo en la terraza. No te lo tomes a mal, pero la necesito mañana domingo. ¿Puedo cogerla? Es para una cosa.