"Fue una persona feliz, al menos tuvo la suerte de morir en su cama". Así hablaba Nadiezhda Mandelstam en sus memorias -uno de los grandes libros del siglo XX- de sus contemporáneos que habían sobrevivido a la Segunda Guerra Mundial y al Holocausto y a la terrible represión de los años de Stalin. Para alguien que había nacido en la primera mitad del siglo XX, en Rusia o en Centroeuropea, morir en la cama a una edad razonable era un raro privilegio que muy poca gente había podido disfrutar. Lo normal había sido morir durante un bombardeo o luchando en el frente o en un campo de exterminio nazi o en un campo del Gulag, como le pasó al marido de Nadezhda, el poeta Osip Mandelstam.

La propia Nadezhda Mandelstam logró morir en su cama, a los 81 años -algo casi inaudito para una mujer que como ella, judía y soviética, había conocido lo peor de la historia del siglo XX-, pero casi ninguno de sus amigos y conocidos tuvo esa suerte. Marina Tsvietáieva se ahorcó después de haber suplicado un puesto de friegaplatos en una cantina, Anna Ajmátova vivió pendiente de que la policía secreta la detuviera igual que había hecho con su hijo y con sus dos maridos, Boris Pasternak murió casi enloquecido por el miedo (aunque al menos pudo morir en la cama de un hospital), Andrei Platónov murió alcoholizado y aterrorizado, e Isaak Babel fue ejecutado en un sótano tras haber sido acusado de ser enemigo del pueblo. Y los demás, los que sobrevivieron, sólo lo lograron porque se habían convertido en soplones de la policía y en aduladores del régimen. ¿Qué clase de pesadillas les visitaban cuando lograban quedarse dormidos? ¿Cómo lograban atenuar la vergüenza o la culpa por haber acusado falsamente a sus parejas, a sus amigos, a sus compañeros de trabajo?

A Nadezhda Mandelstam le tocó vivir en una época que había convertido el odio ideológico en el combustible moral de millones y millones de ciudadanos que así -odiando- creían sentirse más seguros y más protegidos. El odio al adversario ideológico, el odio al extranjero, el odio al enemigo de clase, el odio al traidor, el odio al diferente, el odio al vecino que pensaba distinto y actuaba de otro modo -esas docenas de odios fundidos en uno solo- proporcionaban una reconfortante superioridad moral y garantizaban una cierta seguridad en un mundo cada vez más inestable y turbulento. Odiar era la receta infalible para sentirse buena persona. Odiar era el mejor mecanismo social para situarse en el lado correcto de la historia. Odiar era la fórmula más eficaz para sentirse aceptado por la comunidad. Odiar era la garantía -la única garantía- de creerse un ser puro y bondadoso y honrado. Y odiar significaba sobrevivir, porque odiar permitía ser recompensado con un hueco en la comunidad y con una paga acorde con el tamaño de ese odio.

Es posible que mucha gente crea que todo lo que le pasó a Nadezhda Mandelstam pertenece ahora a un pasado borroso que ya no volverá. Gran error. Ese pasado está cada vez más cerca de nosotros. Miren, si no, ese vídeo que circula en las redes sociales en el que se ve a un niño de siete u ocho años envuelto en una bandera y amenazando con quemar a sus adversarios ideológicos: «La propera vegada no cremarem contenidors, us cremarem a vosaltres», dice el niño, que culmina su alocución -porque es una alocución- con un «¡Bon Nadal i puta Espanya!» Evidentemente, ese niño no puede haber escrito él solito ese discurso incendiario. Ese niño ha sido adoctrinado por un adulto o varios, probablemente sus padres o sus profesores (yo me temo que ha sido adoctrinado por sus padres que son profesores). Y lo bueno del caso es que mucha gente justificará o disculpará este vídeo. «No es para tanto», dirán. «Bueno, es una chiquillada, no le demos importancia», comentarán en las sobremesas. O peor aún, dirán: «Seguro que los otros, los españolistas también lo hacen». Y es cierto. Es muy probable que los otros, los españolistas, también lo hagan. O si no lo hacían, lo que es indudable es que a partir de ahora también empezarán a hacerlo, así que pronto veremos a un niño envuelto en otra bandera animando a quemar a sus adversarios ideológicos. Maravilloso. Y justamente hoy, cuando se celebra el día de los inocentes, los niños -algunos niños- se han convertido no en víctimas sino en verdugos o en psicópatas que animan a sus amigos y vecinos a convertirse en verdugos. El odio está de nuevo aquí, campando a sus anchas, y peor aún, justificado y amparado y alentado por miles de adultos que por el simple hecho de odiar se creen ser mejores personas y mejores ciudadanos. Y todo eso, claro está, tendrá sus consecuencias. Dentro de cincuenta años, otra Nadezhda Mandelstam escribirá en sus libros: «Fue una persona feliz, al menos tuvo la suerte de morir en su cama».