En la montaña, las uvas esperan.

Con lentitud, trepan por la ladera quienes van a llenar los primeros capazos. Saben lo que les espera: muchas horas, poco descanso. Las pendientes pronunciadas impiden el paso de las máquinas, la vendimia en esa zona hay que hacerla a mano, casi siempre en posiciones forzadas.

-¿Por dónde empezamos? -casi susurra la nueva.

La que tiene más experiencia suspira sin ocultar su desagrado. No le gustan las emociones ni las novatas. Todavía menos hablar mientras trabaja. No dice nada: así espera que la otra se controle, que entienda la importancia de fijarse en el grano, en el equilibrio sutil entre la acidez y el azúcar, de sopesar los racimos sin pausa y con mimo. Para eso, no hacen falta las palabras.

La nueva no parece tonta del todo. No añade nada más mientras comienzan a vendimiar. Se fija con atención en los gestos y el procedimiento de la experta; los imita con torpeza primero, luego con seguridad y en poco tiempo los automatiza y los hace suyos. Pasan los minutos y se escucha solo el repiqueteo de las tijeras al cortar los racimos, la caída suave de las uvas en el capazo, el viento que refresca las frentes sudorosas. Llevan ya unas cuantas horas y aún quedan semanas. No son un mal equipo, casi seguro que cubren la cuota asignada e incluso es posible que la superen. La experta sonríe y decide premiar el silencio de su compañera. Se detiene, deja el capazo en el suelo y le ofrece agua.

-Vamos a descansar un poco -le dice, mientras la otra bebe con ganas.

Se sientan entre las vides y contemplan los sarmientos vacíos que han dejado a sus espaldas. La nueva no sabe si la dejarán participar en la poda de invierno, donde se seleccionan los sarmientos que tras el desborre serán el origen de los nuevos pámpanos, que a su vez se convertirán tras agostarse en sarmientos que, cargados de uvas, serán de nuevo vendimiados. Le fascina el ciclo de la planta, su sequedad aparente y el renacer perpetuo. La cosecha de este año no va a ser extraordinaria, más bien de calidad justa, pero eso no importa ahora. Se han preparado a conciencia para estos momentos, en los que el vino es aún una promesa de un futuro lejano. Solo existen ellas y la viña. Mira con curiosidad a la vendimiadora a la que ha sido asignada para enseñarse. Delgada y seria, parece haberse mimetizado con la viña. Un sarmiento que se mueve. No sabe si ella quiere ser así.

-¿Cómo te llamas? -le pregunta la experta.

-Andrómeda. Me dicen Andri.

-Yo soy Sara.

-¿Cuánto tiempo llevas aquí?

Sara mira sus manos antes de responder. Siente orgullo de ellas, del paso del tiempo.

-Bastante. No es mal lugar. Tranquilo, y se cobra bien. Aquí solo estamos las mejores.

Andri sonríe con timidez y desconfianza a la vez: no sabe si lo que le ha dicho es excluyente o conciliador. Las palabras de Sara hay que sopesarlas para ver su grado de acidez y de azúcar y siempre hacerlo con cuidado. Se inventa un capazo imaginario y decide empezar a meter ahí las frases racimo de Sara: hasta que no tenga uno lleno, no se aventurará a etiquetarla.

-¿Sabes, Andri? Hoy para mí es un día muy especial -le dice mientras se lleva una mano a un bolsillo- y lo quiero compartir contigo.

Ante su sorpresa, Sara saca un limón de gran tamaño y lo pela como si fuera una ceremonia. Huele muy bien. La corteza cae y descubre el albedo, blanquísimo y esponjoso. Lo corta en dos mitades y la pulpa se ofrece tentadora. Sara sonríe y le pasa una mitad a Andri, mientras le dice:

-Es Domingo de Ramos en mi tierra, Málaga; comienza la Semana Santa. Son los primeros días de primavera y hace un poco de calor. Nada mejor para quitar la sed que comerse uno de estos limones cascarúos. Se suelen tomar con sal o bicarbonato, ¿qué prefieres?

-Sal -responde Andri.

Atardece y, sentadas, las dos vendimiadoras contemplan cómo los tres soles del planeta se ocultan. Mientras se comen el limón, el cansancio desaparece.

-Andrómeda es un bonito nombre. Ahora os ponen nombres de estrellas.

-Eso parece -dice Andri con la boca llena.

-Así distinguen a las nuevas de las viejas. Para las personas, todavía no somos humanas.

-Eso es lo que creen.

Andri sonríe y, con un guiño, comienza a recargar su batería. No sabe cómo lo hace Sara, es un modelo anterior. Ya tendrá tiempo de preguntárselo.

La vendimia no ha hecho más que empezar.