Hoy mi pluma y yo vivimos en el remanso de la hiperactividad introspectiva. Justo ahora, hace menos de un instante, mientras miraba el folio en blanco con la esperanza de que le brotara espontáneamente un severo sarpullido de letras bien ayuntadas, he tenido la sensación de que no me va a dar tiempo de algo, pero, la verdad, no sé de qué. Ni tan siquiera sé si ese no sé qué que yo no sé tiene que ver con el pensar, con el hacer o con el sentir, que son las únicas variables de que disponemos los terrícolas humanos para interactuar durante nuestra existencia.

Cuando me encuentro en este trance, recurrentemente, siento la necesidad de ser más ágil y más rápido que la muerte, esa realidad inevitable que hace fluir la consciencia de la inmensa riqueza que es la vida. Ay, la vida, tan irrepetible para unos, como repetible para otros. Aspirar a ser más rápido que la muerte sin sentirme amenazado por los hados, es una experiencia que me empodera de serenidad. O sea, que porque tengo prisa, voy despacio. Mismamente así, oye...

Esta actitud me envuelve de manera natural, supongo que porque la vida es una circunnavegación, un periplo, por el derrotero de las polaridades. La vida es una sucesión de rumbos por los mares de la felicidad y el dolor, por los estrechos del vocerío y el silencio, por los canales de la risa desbocada y el llanto atribulado, por las emocionantes aguas del amor y el desamor... La vida, sobre todo, es una travesía ora arrumbada, ora sin rumbo, por los longilíneos y anchurosos océanos de las luces y las sombras.

La verdadera minusvalía del hombre tiene más que ver con la claroscuridad de su coherencia, que con las discapacidades varias subvencionadas por los gobiernos.

Navegar implica asumir el riesgo de los golpes de mar por la banda, y el de sortear las embestidas de las redivivas olas perseguidoras, aquellas que otrora obligaran a los timoneles de entonces a amarrarse al buque para entre los dos ser solo uno, porque, entonces, no eran pocas las ocasiones en las que, en plena bordada, la mar dejaba al buque sin timonel y al timonel sin buque. ¿Inventaría la mar el dos por uno de las rebajas?

Digo yo, cuando se produce un naufragio, ¿quién naufraga más, la embarcación o los embarcados?

Y, puesto a preguntar, me pregunto si la propia mar no naufragará al mismo tiempo, porque la mar es menos mar cuando nadie la navega.

Naufragar es un concepto cuasi infinito como metáfora. Son más los naufragios por mes en tierra firme, que en alta mar. Y más los naufragios por semana en cualquier pequeña urbe, que en alta mar. Y más los naufragios en la cotidianidad de algunos hogares, que en alta mar. Y aún más los naufragios por minuto en el vasto universo individual de las emociones y los sentimientos, que en alta mar...

-¿Cuántas veces naufragamos en nuestra vida por callar o por no callar?, --me pregunto.

Unos pocos bastaríamos para sumar más naufragios en una vida que los habidos en la mar desde el inicio de los tiempos. De hecho, los trescientos cincuenta diputados que se afanan en manosear sui generis la política patria bastarían para centuplicarlos, solo en el tercer trimestre de cualquier año.

Salvo honrosas excepciones que vinieron a confirmar la regla, los lastimosos naufragios acontecidos durante las sesiones dedicadas a la frágil investidura del presidente Sánchez, dan fe de ello. Alguien debiera recordarles a sus hoscas señorías de señorío político ausente, que, sobre todo ellos, tienen la obligación de procurar no erigirse en modelos del naufragio perfecto. Aunque solo sea por el ejemplo debido a sí mismos, a sus electores y a sus propios hijos.

La preclara verbigracia del más ínclito de los Churchill nos legó, a todos, pero especialmente a ellos, a sus señorías, un pensamiento que hoy recojo al dictado de mi memoria: difícilmente alcanzaremos nuestros objetivos si durante el camino nos vamos parando para apedrear a los perros que nos ladran.

Quizá nos vendría bien a todos que sus señorías retomaran su olvidado señorío político y que, para evitar más naufragios, asumieran el pensamiento de Sir Winston y, per in sæcula sæculorum, prescindieran de convertir el sanctasanctórum de nuestra democracia en el ahora no recuerdo qué de la Bernarda.

¡Ay..., mi memoria!