Cuando pienso sobre la palabra puente, término que siempre ha estado inherente en las vidas, historias y contrastes de esta ciudad, recapacito sobre sus estructuras y diseños aunque los cruzo en sus diferentes acepciones: 1. Construcción de piedra, ladrillo, madera, hierro, hormigón, etc., construida sobre los ríos, fosos y otros sitios para poder pasarlo; 7. Conexión con la que se establece la continuidad de un circuito eléctrico interrumpido; 9. Pieza central de la montura de las gafas que une los dos cristales; 10.Curva o arco de la parte interior de la planta del pie...; infinitas causas por las que aprendimos desde la adolescencia a cruzar los viaductos desde una ciudad a la otra.

En esta época de trazar pasarelas para alcanzar alguna orilla, en la cual aún no sabemos con certidumbre dónde vamos a recalar, Málaga disfruta en la actualidad de un semblante maquillado dispuesto a entrar a escena en cualquier proscenio. Sus puentes la contemplan ingrávidos, observando el deambular agitado de sus inquilinos, expectantes sobre el futuro de su esencia; respondiendo, con paso dubitativo, a una miscelánea de preguntas que nos conducen a riberas muy diferenciadas en la misma urbe.

Los dos nuevos puentes en ejecución - el de la desembocadura del Guadalhorce y el de calle Alemania con Salitre-, pasajes hacia un futuro de transformación, se hacen buena nueva para poder habilitar la continuidad de un camino suspendido; ubicar bien nuestras miradas con un cristal más diáfano y curvar nuestros pasos hacia la ciudad anhelada. Deseo que los puentes de mi ciudad nos dejen ir a dónde necesitamos llegar. Me mira el escritor William Ospina en el puente de Los Alemanes y me dice: «Todo ser nuevo que encontramos viene de otro relato y es el puente que une dos leyendas y dos mundos». Con un guiño, le contesto: sí, pero es mejor cruzarlo con sones de ida y vuelta.