Desde la perspectiva que dan los años, uno puede afirmar con rotundidad lo siguiente: no hay comunidad de propietarios que no albergue un majara en su seno. Se trata de una constatación empírica a la espera de que alguien autorizado le proporcione una correcta formulación matemática. En los diferentes edificios en los que uno ha vivido, siempre residía alguno: los ha habido extravagantes e inofensivos, mas también pendencieros e inestables. Las reacciones del resto de los vecinos han oscilado desde la compasiva tolerancia al hastío profundo, pero lo que siempre ha resultado invariable -en aquellas comunidades en las que la presidencia se establecía de forma estatutaria con carácter rotatorio- es el temor a que el espécimen de turno se hiciese con el timón del barco. Quien arroja el contenido de su buzón al suelo del portal o se pone a arrastrar muebles durante la noche (querido lector, ¿a que hay alguien así en tu bloque?) no puede sino inspirar desconfianza ante ciertas responsabilidades de cara a la colectividad. Y mientras tanto, hay que decirlo, el resto de los comuneros mira al techo, intentando soslayar su candidatura ante el poco disputado cargo.

Hoy, en cambio, el majara goza de un insólito predicamento. ¿Quién lo habría predicho, en estos tiempos en los que imperan la mesura y la razón? Pero imaginemos ahora que la colectividad a administrar sea mucho más amplia que la abarcada por unos pocos vecinos, y sus competencias de mucho mayor calado que las más bien magras de una comunidad de vecinos. Hablo de países, por ejemplo. ¿De qué sería capaz quien se pone a taladrar paredes de madrugada, en caso de disponer de un botón nuclear?

Que los dioses nos guarden de los majaras.