El campo en batalla se levanta verde. No tiene salario justo el fruto de su esfuerzo a la intemperie. Lo que se siembra en su mesa no gana. Sus trabajadores no se parecen a las criaturas de Zuloaga, de Van Gogh, de Jean Francois Millet y su retrato de los espigadores. Tampoco el campo real tiene que ver con la percepción de quienes sólo lo conciben como un paisaje bucólico al óleo, la escapada de ocio o la búsqueda de la liberación animosa en el paseo entre la orografía colorista de sus senderos. La mayoría no piensa en lo que se gesta ni sucede en ese territorio de nuestros abuelos y de la España que se vacía hasta que sus gentes se sublevan desde las afueras de nuestras ciudades y nuestras vidas. Son miles, en familia, solos, con este claxon de su protesta, unidos por la geografía de la tierra en la que llevan décadas cultivando su futuro con muchas raíces de pasado, y demasiados rastrojos de presente. Un trabajo cuyo esfuerzo depende siempre de lo que es más fuerte que los agricultores: la climatología con sus arrebatos, la terquedad a veces de la tierra o de su vientre cansado, y sobre todo el mercado que en la cadena de negocio establece la vieja jerarquía de los fuertes frente a los débiles. Cuantas guerras por este sistema que nunca ha dejado de llenar las cunetas de neumáticos en hoguera, las carreteras de tractores en batería de ataque, y de himnos con orgullo de pertenencia. La tierra para el que la trabaja, en rojo grueso y derramado en las paredes de la España gris de la infancia. Aquella antigua bandera y sueño colectivo, pudimos verlo en los cuadros del Museo Ruso de Málaga cuando la exposición sobre el realismo socialista.

Nunca hemos dejado de ser jornaleros los españoles. Lo mismo da que sea entre las fresas, la aceituna, las hortalizas, las plantas de las fábricas o en las salas de oficinas con la humildad doblada y la sequía o el sol dentro del corazón. El coste del sudor no es igual para todos. No iba ser diferente el campo del que procede el hombre, la familia, la comunidad que encontró en la agricultura una mejor esperanza de bienestar y existencia longeva. Nunca imaginaron nuestros ancestros que abandonaron la caza para asentarse y provocar aquel salto civilizado que su labor sería en cada siglo nuevo un campo de difícil supervivencia entre la cosecha y su precio. Ninguna política ha solventado jamás el abismo ente los 20 céntimos por un kilo de patatas para quien las siembra y el euro con veinticinco céntimos del que lo vende en el supermercado. Tiene tomate el tema que divide el campo entre operadores de la tierra con la frente marchita, los mayoristas y el extremo capital de la cadena. Es evidente que el desajuste es porque existe una desigualdad manifiesta entre la producción con unos bajos precios de finales del XIX y unos costes de distribución y venta ajustados al siglo XXI. De este desequilibrio, del que muchos señalan a la tendencia del mercado de rebajar los precios en origen para ganar márgenes en el resto de la cadena, nadie se pone la mano en el pecho de la conciencia. Cada cual defiende su papel en el proceso, el dinero que les cuesta y su misma necesidad económica de salir adelante. Los que siembran, los que compran, quienes transportan y almacenan, aquellos que seleccionan y distribuyen, y los que comercializan se miran de reojo, con poco interés por establecer puentes de colaboración, frente a la fuerte competencia agravada por la imparable globalización del mercado comunitario.

Nadie es culpable hasta que se demuestre por qué. Y está claro que en este país tampoco somos dados, en casi ningún sector, a formar alianzas ni proyectos de trabajo con más solvencia y seguridad. Uno de los mayores ejemplos es el aceite que en muchos pueblos se vendimia por separado, cada uno con sus recursos, que existan numerosas pequeñas almazaras y la venta sea una cuestión individual. Hay años que este hábito funciona pero cuando llega la temporada mal dada el precio al cambio no cubre el esfuerzo ni los gastos. Sólo quienes están asociados en cooperativas compiten con cierta garantía, sangran menos al compartir los gastos de producción y vender al mejor precio. En España con más de 8000.000 productores sólo hay 4.000 cooperativas, lo que nos sitúa como el cuarto país en producción agroalimentaria de la UE, y, sin embargo, ninguna de sus cooperativas entre las 50 primeras de Europa, según datos del Observatorio Socioeconómico del Cooperativismo Agroalimentario. La contradicción que pesa entre la realidad que desangra al sector y la falta de decisión para apostar por un modelo que debería ser el habitual para que el campo no esté siempre a merced de la marea de la cosecha y de los mercados.

Este mes en el que muchos se quejan de la brigada pesada de los tractores en las carreteras, y con cierta malicia se preguntan acerca de dónde han salido tantos costosos John Deere, la tormenta empezó por donde siempre la cuerda se rompe. La mano de obra sujeta habitualmente a vaivenes, a sombras, a un apretón del apaño y del miedo a quedarse fuera del reparto, y la reivindicación de lo ético. El salario mínimo interprofesional es la chispa de este año por su alza del 29%. Según los últimos datos de la Encuesta de Población Activa (EPA) referentes al 2018, unos 157.700 trabajadores del sector agrícola a jornada completa, el 34,5% del total, cobraban menos de 1.047 euros brutos al mes. Una cantidad equivalente a la penúltima subida del salario mínimo interprofesional a 900 euros, en 14 pagas; 1.050 euros si se divide en 12. Dicho incremento de sueldo, por un lado, o de costes laborales para los empresarios, por el otro, ya ocasionó diferentes conflictos laborales a lo largo del 2019. España es el segundo beneficiario en la UE, sólo superado por Francia. Durante el periodo 2014-2020, el campo español ha recibido casi 45.000 millones de euros de Bruselas para sostener las producciones, modernizar las explotaciones agrícolas o impulsar la innovación y la calidad. La mayor parte del dinero (34.600 millones, casi 5.000 millones al año) se destinaba a pagos directos a los agricultores, y 8.300 millones para proyectos de desarrollo rural. Ahora Europa, sin la estrella de Gran Bretaña en su bandera y sus cuotas en la caja común, echa cuentas de ajuste y deja al campo español sin 952 millones de euros anuales hasta 2027, y que en el caso de Andalucía supone un recorte de 1.600 millones de euros.

La medida ha hecho más mella en los agricultores debido a los problemas que ya se arrastraban como el veto de Rusia a los productos de la UE que ha provocado que se exporte a ese país tres veces menos frutas, hortalizas y legumbres con respecto a 2014, y también los aranceles, impuestos por Donald Trump, que han lastrado los precios de las aceitunas de mesa. Y si fuese poco los tratados de libre comercio que favorecen la fuerte presión de competidores de terceros países, como Marruecos o Túnez, con unos costes de producción más bajos. Otro plomo que pesa sobre la asfixiante situación de los agricultores españoles que hace tiempo se quejan de que a ellos se les paga 5 euros al día cuando en Europa se abonan10 euros la hora. ASAJA, COAG y UPA insisten en la necesidad de que el Gobierno Central pongan en marcha, con carácter de urgencia, verdaderas políticas de apoyo a un sector estratégico de nuestra economía, que está atravesando graves dificultades y problemas, como la compleja y amarga situación que temen que fuerce la reconversión a los profesionales autónomos e independientes en asalariados de las grandes corporaciones agroalimentarias, como ya está pasando en sectores como la uva de mesa.

España cuenta con más de 900.000 explotaciones agrarias y ganaderas, y 31.000 industrias alimentarias, proporciona seguridad alimentaria y preservación del medio ambiente, aspectos claves para nuestra cohesión económico, social y territorial, y genera cerca del once por ciento de nuestro PIB y más de 2,6 millones de empleos, además de constituir la base en la que se apoyan otros sectores como el turismo o la economía, como defiende el ministro de Agricultura, Pesca y Alimentación, Luis Planas. Sin embargo este presente se tambalea y el futuro advierte de severas amenazas climáticas, de cambios en hábitos alimenticios y de nuevos acuerdos comerciales que ya están transformando el escenario menos rentabilidad en los productos y una seria necesidad de nuevas políticas y medidas, como han señalado recientemente tanto la FAO (Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura). También la FAO nos dice que los campesinos son casi la mitad de la población mundial y producen al menos el 70% de la comida, y que siete de cada 10 son pobres. No somos conscientes de lo que significan ni de su importancia en nuestro consumo. Su guerra nos parece de otro tiempo.

Un error, como tantos otros ante los que miramos hacia otro lado. Quizás lo razonable sería sumarse a sus manifestaciones y a sus tractores. Una manera de cultivar la solidaridad, y de paso sembrar cierto bienestar para un futuro con raíces.