Dentro del programa generalizado de destrucción de la verdadera cultura, desprecio a cualquier canon, ignorancia buscada y esparcida y fomento del feísmo, la barbarie, la zafiedad y la vulgaridad, que parecen ser las normas por las que vamos a regirnos en los próximos años en este país, aún llamado España, leo con estupor que, entre las estúpidas medidas que este llamado Gobierno prepara urgentemente, junto con otras muchas que tienen que ver con temas necrológicos, sexuales y de desmontaje del sólido edificio constitucional, que nos ha dado los mejores años de nuestra historia, figura la expulsión de los monjes benedictinos de la abadía del Valle de los Caídos. Medida de máxima urgencia ya que no saben solucionar el problema del campo y en algo tienen que entretener al pueblo soberano.

Supongo que el motivo para llevar a cabo ese atropello debe ser el hecho de que los hijos de San Benito, San Bernardo y San Bruno han ejercido su oficio sagrado en el mismo lugar en el que estaban depositados los restos del general Franco. Y ello me lleva a pensar que el verdadero problema al que nuestra nación se enfrenta en estos tiempos, no es solamente el egoísmo, el ansia de poder y la ideología, sino, por encima de todo, la ignorancia más absoluta y el total desconocimiento que estos políticos albergan en sus desnortados cerebros, acerca de cuáles son las columnas que han sustentado durante mil años el edificio de la cultura occidental. Y una de esas columnas, si no la principal, han sido los monasterios y los monjes.

Les ruego que, para entrar en ambiente, piensen en los monjes de hábito inmaculado «toda ciencia trascendiendo» de Zurbarán, en cualquiera de las tallas ascéticas del San Bruno, con ojos encendidos de amor de Pedro de Mena, en cualquiera de las gráciles Vírgenes levemente arqueadas del gótico francés y pongan en sus oídos la belleza eterna del kirieleisón del canto gregoriano ascendiendo por las altas columnas de cualquier monasterio de España, día tras día, mes tras mes, año tras año, siglo tras siglo. Si tienen algo de sensibilidad en sus almas y algo más que algo de ciencia en sus cerebros, llegarán a la inmediata conclusión de que Europa y nuestras vidas no serían lo que son sin ellos. Y voy a contarles por qué.

El año 1980 Juan Pablo II declaró a San Benito Patrón de Europa y ello tiene una motivación fundamental: cuando el fraile de Nursia esculpe la frase Ora et labora en el siglo VI, como lema de las reglas que han de regir la vida de los monasterios, está fijando sin saberlo lo que va a constituir la clave de bóveda de la civilización occidental durante muchos siglos. Reza y trabaja. Ascesis, abandono del hombre en el seno de la divinidad, dejación voluntaria de todo lo que pueda molestar a su mente y a su corazón de cualquier elemento que pueda perturbar la extraordinaria paz interior que necesita un ser humano para llevar a cabo lo que él considera que son las dos facetas fundamentales de la vida: la oración y el trabajo. Creo que mi admirado Pío Baroja se equivocaba cuando hablaba de España como un país de frailes y de moscas y le daba un sentido que para nada corresponde a la realidad. Machado cantó a las moscas y los frailes crearon un altísimo porcentaje de lo que constituye nuestra vida diaria. Y no lo sabemos.

Cuando un grupo de monjes creaba un monasterio, solía hacerlo en lugares apartados, normalmente en un hontanar, es decir, en un lugar en el que hubiera agua abundante. Los monjes drenaban esos terrenos más o menos pantanosos y convertían ese lugar pestilente e infecto en ricas tierras de cultivo, porque eran los únicos que conocían el secreto del cultivo de la tierra y otros muchos saberes de Grecia y Roma, que en los siglos oscuros de las invasiones bárbaras se hubieran perdido sin ellos. El monasterio había de ser construido siguiendo las reglas de San Benito, con su correspondiente claustro para la oración individual en los paseos al atardecer. Todo estaba estrictamente regulado. Los rezos, los trabajos, las celdas, los hábitos, la parva colación, la forma de estar y comportarse, la modestia, la soledad y especialmente el silencio, ese sostén inevitable de la vida interior y de la propia creatividad, que ha desaparecido prácticamente de nuestras vidas, a la que un joven de hoy no puede concebir sin el constante martilleo de un sonido en sus oídos, el que sea, y la visión de imágenes virtuales en las pantallas de sus móviles.

Y el trabajo, la creación, el canto y la música, la conservación del saber romano en su labor de copistas de los grandes filósofos y poetas, desde Platón a Horacio y Virgilio, de médicos y matemáticos, en miles de horas de silencio en el scriptorium, o en la biblioteca, abstraídos del frío helador de los páramos nevados, la elaboración de los códices miniados de deslumbrantes oros y brillantes rojos y azules, el arado y el cultivo de los huertos de los cuales comían, el asilo gratuito al peregrino en aquellas centurias de grandes peregrinaciones, «recibir a cualquier persona como si fuera Cristo», la campana que de noche sonaba para orientar a los viajeros perdidos en los bosques, o para guiar a los barcos en su navegación por las costas de Irlanda, las obras que iniciaron como pioneros en la utilización de la energía hidráulica como fuente de fuerza impulsora en el movimiento de maquinarias que ellos mismos habían creado, hasta los principios de la fundición de metales que crean los monjes ingleses en los monasterios que destruyó el brutalmente lujurioso Enrique VIII, que encima aparece como uno de los padres de la Inglaterra moderna. Y aunque parezca frívolo, o mundano, los monjes de Jerez crean la raza de los caballos cartujanos, posiblemente el más hermoso animal que existe en la tierra, crean las bases de la moderna viticultura y hasta inventan el champán en Francia. Dom Perignon no es sino el nombre de un monje francés, que descubrió el simple giro que había de darse a las botellas almacenadas para que naciera ese líquido dorado que hoy es el culmen de la elegancia y el glamour.

Y cuando había que defenderse y luchar por la civilización y la cultura frente a la barbarie, no dudaban en arremangarse los hábitos y convertirse en monjes guerreros que constituían la fuerza militar que paró y después integró a muchos invasores barbaros. Portugal, España, Francia, Irlanda, Inglaterra, Escocia, todo el norte y la Mitteleuropa y no digamos Italia, con Montecasino al frente no serían lo que son sin los monasterios.

Y hoy, en esta forma de vida estúpida y ferozmente laica y despojada de cualquier atisbo de trascendencia, en esta Europa meta eterna de migraciones y que parece tenerlo todo, que hemos construido entre todos, miles de personas agnósticas, o directamente ateas necesitan pasar unos días todos los años en algún monasterio, en silencio, en ese silencio que se escucha, en la soledad sonora y levantarse antes del alba y acudir a cantar los mismos laudes que se cantaban en Solesmes hace mil años, cuando las reformas de Cluny y el Cister. Porque nos guste o no, el hombre es un ser que necesita parar la máquina de su vida de vez en cuando y recogerse en sí mismo y pensar y recapitular y ordenar su mente y estar callado y mirar al campo y al cielo y observar el crecimiento de las plantas. Y todo ello es una forma de oración a la vida a la creación, al propio hombre, que ha creado tantas cosas y que vive de una forma que le produce vértigo, hastío y asco. Europa no puede olvidar que su vida está marcada indeleblemente por el cristianismo, al que hoy da la espalda, con lo que se da la espalda a sí misma, en una pura esquizofrenia. Al haberse desgajado de sus raíces, Europa ha llevado a la civilización a un punto de crisis de la humanidad, que no sabemos a dónde nos llevará. Los monjes han elegido una durísima forma de vida que es la oración continua, porque hasta su trabajo diario es una pura oración. Vivir el silencio y la soledad constante no es fácil. Un monje tarda años en «construirse», pero tiene todo el tiempo del mundo para vivir la esencialidad de las cosas, la eterna estabilidad de la vida contemplativa, que es mucho más importante de lo que pueda imaginar cualquier desquiciado -hoy producto en generosa cosecha- del «para que sirve eso». Escribía León Bloy a Jacques Maritain que «cualesquiera que sean las circunstancias, hay que anteponer siempre lo Invisible a lo visible, lo Sobrenatural por delante de lo natural» aunque solo sea para estar impregnados de alegría. Y de fuerza. Las Reglas de la Estricta Observancia benedictinas son una permanente vigilancia, un vivir hacia adentro y hacia afuera, a la vez, intensamente.

Dejen a los monjes en paz. Déjenlos seguir su vida. Su trabajo, sus cantos, su silencio, su oración, su soledad. Llevo varias semanas estudiando a fondo el mundo cisterciense para una preciosa exposición que se prepara en esta ciudad. Es absolutamente asombroso lo que uno puede llegar a descubrir en las páginas de obras dedicadas a ello, muchas de las cuales no son obra ni siquiera de profesores católicos. Al coincidir todo esto con la nueva oleada de barbarie provocada por la pura ignorancia que unos planes de estudio -de alguna forma tengo que llamarlos- directamente desquiciados y de los que se ha eliminado consciente y deliberadamente el saber histórico, artístico, filosófico, lenguas pretendidamente muertas, religiones y demás inutilidades en terminología de Nucio Ordine, junto con la marea informática y el tsunami laicista, nos han llevado a la revisión general de nuestra forma de vida, en la que los versos alejandrinos son tan exóticos como el canto gregoriano y la inmutabilidad del aire en un cuadro de Velázquez. Dejen en paz a los monjes, en la quietud y en el blanco deslumbrante de Zurbarán. Pero también en el Valle de los Caídos. No existe ni una sola razón de peso intelectual que avale este proyecto. Ni una. Si las razones son de tipo testicular, visceral o de puro rencor, tampoco es conveniente hacerlo. Nos hacemos daño a todos. Como siempre, sin saberlo.

Es tan profunda la ignorancia y tan osada, que esto que escribo hoy les sonará a muchos a «música celestial», expresión peyorativa, que en mi caso, es la más alta meta a la que creo que se puede aspirar: a componer música celestial.