Parecemos peces con la boca embutida en una mascarilla que, según del tipo que sea, además, quizá no sirva de nada. Y mucho menos para besar. Los peces respiran o beben como si dieran besos en el agua. Últimamente vamos por la calle y las televisiones como peces de ciudad. Ana Belén cantaba una canción que se llamaba así, peces de ciudad, que perdieron las agallas en un banco de morralla, que nadan por no llorar. Llorar en el agua tampoco sirve de nada. Y en el agua de la impotencia navegamos ante una pandemia. A qué llorar.

La gripe es una pandemia desde hace siglos. En el siglo V a. C. ya Hipocrates (lo del juramento hipocrático de los médicos va por él) hablaba del causante de un padecer que daba dolor en todo el cuerpo. Muy española, a propósito, fue al menos en el nombre, la gripe que se llevó por delante a 40 millones de personas en el primer cuarto del siglo XX. Aunque no fue un virus que se iniciara en España. Al coindicir con la 1ª Guerra Mundial y causar tantas bajas o más que la misma contienda, que fue atroz, se silenció informar sobre la enfermedad y su letalidad. Pero España no participó tampoco en aquella primera Gran Guerra. Y fue a través de los no censurados noticieros españoles que el resto de Europa fue sabiendo de la enfermedad y sus estragos. Nunca se supo de dónde vino aquel virus.

A los dos días de conocerse los primeros enfermos por el nuevo coronavirus (el mismo coronavirus que hace que algún traumatólogo intente robar mascarillas en un hospital público malagueño para llevárselas a su pueblo), sin embargo, ya sabíamos, o eso se ha dicho, que la enfermedad es una zoonosis de murciélago a persona o quizá de murciélago a puercoespín y de ahí a persona, iniciada en Wuhan, China. Aunque parezca un cuento chino, en China eso que llamamos cuento suele ser realidad y no sólo en lo que respecta a la zoonosis. Lo que viene a significar zoonosis, por cierto, es enfermedad contagiada de un animal a un ser humano.

Pasarán probablemente algunos años hasta tener una vacuna testada y fiable para esa especie de neumonía que produce este coronavirus que la OMS ha denominado COVID-19. De hecho, la vacuna de la gripe común es aún relativamente reciente y, en función de la cepa de ese animalillo que casi lo es y no lo es (ya que un virus es sólo un filamento genético que necesita acoplarse a otro ser vivo más complejo para aprovechar la capacidad de las células parasitadas y así sobrevivir y replicarse), la vacuna de la gripe no siempre es igual de eficaz. Tras la gripe española, en los años de 1950, hubo otra asiática y otra en Hong Kong a finales de los años 60 y una rusa cuando moría la década de los 70. Todos recordamos la gripe aviar hará unos años, una gripe A, de la que algún avispado cronista dijo que ya la profetizó Hitchcock en su película Los Pájaros (1963). En fin que, además de lavarnos las manos, es mejor reírse.

Hemos visto cómo se contagia un virus demasiadas veces en películas de terror y de terror no tanto y de tontos y de no tontos. Sea en secreciones íntimas y en sangre como se contagia el VIH, o sea en las gotitas de saliva de un estornudo como se propagan estos virus aéreos que producen patologías respiratorias leves o graves, o en el mínimo sudor del tacto como ocurre con el temido ébola o por los oídos y los ojos, como se contagian la histeria y la estupidez humanas (quizá el contagio más letal y que pese a ser dos patologías casi prehistóricas siguen aún sin vacuna probada), poco más podemos hacer que observar las medidas adecuadas de carácter general. Con esa profilaxis básica y el uso continuado del sentido común quizá evitemos el contagio de este nuevo virus (vendrán más) que, a pesar de que ya no nos creamos nada ni a casi nadie, todo parece apuntar que no es ni mucho menos un virus letal y que su índice de mortalidad se ceba en personas vulnerables y no supera el 4%. O quizá no, pero evitaremos la ruina colectiva.