Quienes planifican nuestras ciudades suelen ser blanco frecuente de nuestra ira. Entre burlas, le hacemos responsables de fracasos memorables que son fruto -a nuestros ojos- de su ineficiencia o falta de previsión. Está bien encontrar un chivo expiatorio pero convendría no ser injustos con los que, de forma general, ejercen su cometido con profesionalidad: son ellos quienes tienen todos los estudios y datos previos.

La historia del urbanismo nos ha legado algunos ejemplos de asentamientos que pretendían ser el paraíso en la tierra y que devinieron en pesadillas inhabitables, pero la razón era siempre el modelo utópico que se estaba implantando, y ya se sabe: los experimentos, con gaseosa. En cambio, puede afirmarse que los urbanistas de a pie afrontan con solvencia los complejos retos planteados por las ciudades, «esos mecanismos que engendran perpetuamente su propio pasado», en palabras de Iuri Lotman; con la dificultad que ello supone.

No, el problema reside en otro lugar, pues los urbanistas no trabajan solos: hay otros agentes -y con capacidad decisoria- que intervienen activamente en el modelado de las ciudades. Muchas veces a posteriori, destejiendo la urdimbre tan laboriosamente trazada por los técnicos, al alterar sus estimaciones y cálculos previos.

No fui uno de los embotellados en el atasco monumental del fin de semana pasado en los accesos al centro comercial Plaza mayor. Sí me he quedado varado alguna vez en Muelle de Heredia, en la Explanada de la Estación o en el Paseo de los Curas con ocasión de ciertos festejos populares. Sí, allí mismo, donde se habla de multiplicar el techo edificable. ¿Qué podría salir mal?