No me habléis de la pandemia como si fuera un capítulo de 'Hazañas Bélicas', por favor, que yo no he hecho ni la mili. Que veo en las noticias a los enfermos en ambulancias como el mozo escondido en el granero escapando de los del reclutamiento. Qué miedo.

Cómo ha cambiado el miedo. Habíamos consensuado que en el siglo XXI las pérdidas iban a ser materiales. Jodidas, sí, pero materiales, y con un Estado asistencial que te cubriría con una manta chica y fina, normalmente tarde y mal. No hablábamos de morirnos, ni de contar las mascarillas como si fueran diamantes ni de los puestos en la UCI como si fueran entradas de platea para el concierto de Año Nuevo. Si la cosa venía mal dada, se hablaba de «una larga enfermedad», cuyos porcentajes de supervivencia eran cada día más altos; esa enfermedad que te permitía tener a tu pareja cerca, cogiéndote la mano un poquito y ayudando a capear el oleaje de la quimio, de marejada a fuerte marejada. Podías incluso decir adiós a los tuyos, que no es poca cosa, para no llevarte, clavados para el más allá, ni una palabra ni un silencio. Y la sedación paliativa, el pasillo cálido para quienes ya tienen la tarjeta de embarque y la voz por megafonía dice que todo va a ir bien.

Ya no es así. La enfermedad ha salido de la esfera íntima para convertirse en un hecho notorio Y a la tensión de los huecos en la UCI o las orientaciones de triaje, ese «no malgasten la munición», se une que la escasez de fármacos afecta a las sedaciones, no sé si en el tratamiento o en la despedida. Siendo una legítima aspiración la de la buena muerte, sólo pido que vuelvan a encender la luz al final del túnel, que parece que se ha fundido.