Mi padre siempre decía que las puestas de sol están sobrevaloradas; que el verdadero espectáculo se materializa al amanecer, lo que ocurre es que a esas horas intempestivas hay menos gente para apreciarlo.

Me acuerdo de él cada domingo por la mañana temprano, al bajar a comprar el periódico y el pan recién hecho, cuando las calles están desiertas y las tiendas, cerradas. Salvo la panadería y el quiosco de prensa, claro está. El mundo muestra entonces un raro equilibrio: el aire se llena de rumores sutiles que el resto del tiempo permanecen eclipsados por el rugido de la ciudad. Pájaros que trinan, una ventana que cruje al abrirse, alguna voz lejana que se expresa en un tono más calmoso que de costumbre. A la vez, los claroscuros producidos por la luz del alba arrancan geometrías inusuales a los edificios, transfigurando el paisaje urbano cotidiano para mostrárnoslo con un aspecto novedoso.

Desde hace muchos días ya, sin embargo, la sensación de domingo por la mañana se ha asentado en nuestras vidas de modo permanente, a modo de rutina que -en su indudable belleza- ha dejado de tener la gracia de lo excepcional. Como un ordenador que se atasca en el arranque, habitamos ahora una pantalla azul suspendida en el vacío mientras el pequeño reloj de arena gira una y mil veces, solo que no existe informático al que recurrir para que nos deshaga el entuerto. Engañamos al tiempo con teletrabajo, aficiones novedosas y llamadas de teléfono, pero no podemos eludir la incertidumbre ante lo desconocido.

Quién sabe, a lo mejor la clave es interpretar todo esto como un amanecer y no como un ocaso. Quiero pensar que mi padre estaría de acuerdo.