Cada región, cada provincia, cada municipio, cada barrio... tiene sus jergas, su palabreo particular. Las profesiones, los oficios, las actividades..., también. Cuando haberlos habíalos, escuchar el cotorreo entre los marengos de Pedregalejo, Huelin o la Carihuela era como escuchar un comadreo entre extraterrestres.

Desde siempre, escuchar la jerigonza de dos radioaficionados copeando y chismeando sobre su afición, es internarse en un galimatías críptico indescifrable, del que lo único sucesivamente comprensible es lo de «camarero, otra ronda...». Y cuando van demasiadas, ni eso.

Colectivos tan dispares como los médicos, los sicarios, los sin techo o los clérigos, también constituyen tribus lingüísticas excluyentes. Los rasgos lingüísticos propios de cada tribu de hablantes son el resultado de la amalgama de los rasgos particulares de cada uno de los hablantes de cada tribu.

Nótese que si afinamos bien la intención y el oído, por más similitud que exista entre los miembros de la misma tribu, cada hablante, derivados de sus tics y muletillas, tiene sus propios rasgos lingüísticos, su propio idiolecto -palabra útil, pero horrenda-. Idiolecto viene a expresar algo así como «dialecto propio de cada individuo», más o menos. Para manifestarse, cada idiolecto exige, al menos, una idea en el cerebro del hablante, porque los cerebros sin ideas enmudecen. Naturalmente, a más ideas, mejor, pero, insisto, una idea unigénita es bastante para que los hablantes rompamos aguas y alumbremos frases.

Todas las tribus son permeables al contagio -maldita palabra- por los idiolectos de sus tribuales, lo que tanto explica y explicita la jerga de un barrio, como la verborrea propia de cada tribu política de las responsables de la indecorosa jerigonza político-patria de nuestros días, que no es el mejor ejemplo de retórica, diplomacia y parlamento para nuestros cachorros. En general, la perorata de nuestros políticos profesionales niega todos los valores virtuosos y propugna la agresividad, el desatino, la falta de estilo y, por qué no decirlo, la mala leche.

Es obvio que nuestros próceres no solo tienen una idea, sino ingentes cantidades de ideas que viajan desde sus entresijos cerebrales hasta sus cuerdas vocales, donde explosionan. A veces, sus ideas son tantas y tan retorcidamente articuladas que se declaran excesivas para poder ser verdad, más allá del sempiterno oportunismo político.

Decía Sartre, que «el hombre nace libre, responsable y sin excusas». Y el que escribe defiende rigurosamente la profundidad de este pensamiento, que pierde su fondo y su trasfondo cuando el sapiens especializado se convierte en el sapiens politicus actual, que demasiadas veces no es un «hombre convertido en», sino un «hombre travestido de», que no tiene nada que ver con el zoon politikon de 'La Política' de Aristóteles.

Para la mayoría de sus ejercientes, la política actual es una profesión que tiene todo que ver con la socorrida perorata impostada del blablablá: «Abandono mi actividad profesional sin ánimo de protagonismo. Ser invitado por el mismísimo Superman en persona, me impelió a unirme a él. Vengo henchido de ilusión, dispuesto a entregarme en cuerpo y alma a un proyecto nuevo, ilusionante y ganador». Pues eso, blablablá... Cuando llega a esta parte del guión, el hombre nacido libre, responsable y sin excusas de Sartre perece por muerte súbita. A partir de ahí su papel lo asume un personaje distinto, menos fiable, menos confiable y, frecuentemente, más peligroso.

En la política actual la regla es el solapamiento de lo importante y lo urgente, que no fluye como resultado de una sesuda reflexión sobre el bien común, sino por la apresurada fijación de bascular la prioridad sobre el próximo sondeo y/o las próximas urnas, que, obviamente, nada tiene que ver con la libertad, ni la responsabilidad, y sí -y mucho- con las excusas a las que se refería don Jean Paul.

En este sentido, durante su primer acto, quise comprender la cascada de declaraciones verbosas del vicepresidente Marín en su papel de máximo responsable turístico de Andalucía, que empezaron en Berlín con un errado «aquí no pasa nada» para justificar una acción promocional inútil, y terminaron diez días después con un timorato y atronador «Andalucía perderá un 25/30% de viajeros», momento ese en que decidí desistir de comprender lo incomprensible, especialmente por el calculado grado de timidez de nuestro vicepresidente. Si no media un milagro, será más, señor Marín, será más... Si no, tiempo al tiempo...

Cuando espurreamos palabras al por mayor sin pensarlas ni repensarlas, pasa lo que pasa.