A raíz de la lucha contra el coronavirus se ha abierto en la sociedad un debate sobre la posibilidad de continuar el confinamiento de los ancianos, eufemísticamente calificados de 'población más vulnerable', una vez superada la fase aguda de la pandemia.

Un confinamiento que podría prolongarse por tiempo indefinido ya que nadie puede adivinar cuándo y con qué fuerza repuntará la pandemia, qué mutaciones experimentará el Covid-19 y cuántas otras epidemias letales nos deparará el futuro.

¿Hay que mantener encerrados a los ancianos porque su exposición, en caso de salir a la calle, a los posibles virus representa una carga insoportable para el sistema sanitario?

¿Deben sacrificarse voluntariamente o, si hace falta, por la fuerza un sector de la población en bien de la colectividad? Existe al respecto división de opiniones: se enfrentan dos tradiciones de filosofía moral.

La primera estrategia sigue al filósofo alemán Immanuel Kant, según la cual es preciso distinguir entre las cosas, que tienen un precio, y las personas, que tienen por el contrario dignidad, son un valor absoluto y no pueden en ningún caso someterse a consideraciones de costo/beneficio.

La segunda estrategia, de raíz claramente anglosajona, sigue la filosofía utilitarista, la de Jeremy Bentham, John Stuart Mill o Henry Sidgwick: la mejor acción es la que produce mayor bienestar y felicidad para el mayor número de personas aunque ello suponga sacrificar a algunas.

En cierto modo esa segunda estrategia es la que siguieron al principio, entre otros, los gobiernos de Washington y Londres, renunciando a medidas restrictivas de los movimientos de la población, lo que equivalía de hecho dada la gravedad de la pandemia, a una especie de selección natural -la supervivencia del más apto-.

El problema que se plantea ahora, cuando las medidas de confinamiento de la población comienzan a surtir efecto en algunos países, es cuándo y en qué medida posibilitar la reanudación de las actividades consideradas no esenciales para que la economía vuelva a funcionar; es decir para que la gente vuelva a consumir y gastar dinero.

Pero, como el famoso dinosaurio del cuento de Augusto Monterroso, cuando por fin despertemos de esta pesadilla, el virus seguirá estando allí, tan silencioso como letal. Por lo menos hasta que los científicos que trabajan en ello no descubran una vacuna capaz de inmunizar a toda la población: viejos incluidos.

Y ahí es donde se plantea el problema de qué hacer con estos últimos: ¿obligarlos a seguir en casa contra su voluntad y exponiéndolos a todos los problemas físicos y psíquicos que entraña un largo encierro, ya que no son ya necesarios para el funcionamiento de la economía y suponen más bien una carga para el sistema?

¿No representaría una medida de ese tipo una clara discriminación de un sector de la población? ¿No sería inconstitucional. Pero es que además, a partir de qué edad tendría que seguir encerrada una persona: ¿a partir de los setenta, de los sesenta, del momento de su jubilación?

¿Es lícito valorar a las personas según su utilidad para el conjunto de la sociedad? ¿Quién establecería ese valor, con qué derecho y según qué criterios: tan sólo el de la edad?

Pensemos además todas las consecuencias que ello tendría, incluso desde el punto de vista del código penal. Matar a un anciano, al que teóricamente le quedan menos años de vida, ¿entrañaría una pena más leve que asesinar a un joven? No, ¡volvamos al filósofo de Königsberg, según el cual «el hombre es un fin en sí mismo»!