La contabilidad es importante. Lo vimos en la Gran Recesión de 2008, cuando las cuentas financieras mundiales resultaron ser un cadáver putrefacto pero muy bien maquillado. El virus de la codicia -alentado por los incentivos en forma de bonus que regaban todos los escalones del sector bancario y también por la vocación de ser millonarios de muchos de nosotros- había carcomido los libros contables. Bancos y cajas eran asintomáticas de libro: parecían sanos, pero nos contagiaron la ruina total. Por sus venas corrían patógenos en forma de indescifrables -pero deslumbrantes- productos financieros sustentados en hipotecas impagadas. Por no llevar bien la contabilidad, la cagamos bien cagada. Por si han olvidado, ahora que los bancos sonríen en los anuncios: tapar aquel agujero nos costó a todos los españoles 65.000 millones de euros.

A las puertas de otra recesión, tampoco conocemos la contabilidad verdadera. Nunca hemos sabido cuántos contagiados había, algo fundamental para frenar la pandemia en ausencia de vacuna. Y ahora tampoco sabemos a cuántas personas ha matado el bicho. De nuevo vivimos sobre un castillo de naipes. El Gobierno quiere hacer borrón y cuenta nueva. Pues ya que está, podría incluir a todos los cadáveres: los que están muertos de miedo porque no saben de qué van a vivir; los muertos de asco cada vez que tuitea Trump o Vox hace un meme; los muertos de vergüenza ajena durante las interminables homilías de Pedro Sánchez; los muertos vivientes que seguirán siéndolo cuando la pandemia arrase África o los campos de refugiados; los mataos al mando que veían llover cadáveres en China e Italia y decían que era todo una gripe...