Los historiadores del campo de las Mentalidades insisten en la importancia del estudio de toda clase de opiniones y comportamientos, a fin de reconstruir el llamado «imaginario colectivo». Y el estudio de las catástrofes sanitarias resulta especialmente atractivo por la suma de factores condicionantes y puntos de vista que ofrece. En este artículo compararemos la repuesta social en la coyuntura presente con situaciones semejantes vividas en el pasado.

Hoy estamos desbordados por la amenaza del Covid-19 y estupefactos ante medidas como el confinamiento. El virus se ha manifestado de forma súbita y a una escala colosal, y aunque tengamos ejemplos, más o menos recientes, que han desafiado a la ciencia médica: colza, sida, ántrax, ébola, gripe aviar, gripe A, etc., jamás creímos alcanzar tal grado de psicosis colectiva. No obstante, no nos sintamos más vulnerables que nuestros antepasados en catástrofes semejantes, porque cada época debe analizarse a través de unos rasgos inherentes. No sería legítimo comparar -pese a las repetidas denuncias sobre la falta de medios técnicos y sanitarios-, la calidad de la cobertura sanitaria actual con la de hace siglos. Realmente, la respuesta humana apenas ha variado con el transcurrir de los años, si acaso, se ha adaptado a las circunstancias históricas de cada momento.

Sabemos que el miedo es una emoción primaria del ser humano, que se manifiesta de modo más intenso cuánto mayor es la amenaza. Actualmente la alarma social es enorme, fruto de la globalización y del avance tecnológico (internet, redes sociales, etc.). Hasta el punto que instituciones como la Clínica Mayo recomienda a la población evitar la lectura de noticias sobre el virus si ello le causa ansiedad, o limitarse a leer noticias sobre su avance una o dos veces al día.

Pero si miramos atrás comprobamos que tal sensación no es nueva. Concretamente, cuando el cólera irrumpió en la Europa Occidental, sembrando el pánico entre 1833 y 1885, no pocos médicos defendieron que el miedo predisponía a contraer la enfermedad, y por ello criticaron los repiques de campanas, los cortejos fúnebres o la celebración de rogativas públicas.

La búsqueda de responsabilidades sobre la difusión en estas catástrofes colectivas tampoco es algo reciente. Actualmente asistimos a un cruce de acusaciones, reproches y teorías conspiratorias entre las autoridades norteamericanas y chinas sobre el origen y rápido avance de la enfermedad, o en nuestro país, a quejas por parte de ciertas autoridades autonómicas, fuerzas políticas y sectores de la población, contra el Ejecutivo de Sánchez por su tardía reacción y la infravaloración de sus efectos sanitarios y económicos. Pero en el pasado se vivieron situaciones que llegaron más allá de las simples palabras; por ejemplo, durante la epidemia de 1833 la población parisina acusó a ricos, curas, médicos, boticarios, etc., y fue tal el grado de violencia popular que obligó a intervenir al ejército; y en varias ciudades centroeuropeas fueron muchos los judíos perseguidos, sin duda por las tradicionales razones económicas y religioso-culturales; por su parte, Madrid vivió violentos ataques contra varias comunidades de frailes, a los que se acusó de envenenar el agua de los pozos; y unas décadas más tarde, durante la epidemia de 1885, fueron los propios médicos valencianos los que se convirtieron en el blanco de la ira popular. Tales ejemplos demuestran que en momentos de extrema tensión muchas personas sacan los peor de sí mismas. Afortunadamente, también abundan las reacciones opuestas. No hay más que asomarse a los medios de comunicación de hoy para verificar ambos extremos: desde los disturbios ocasionados por grupos de personas que se resistían a cumplir las medidas de aislamiento o el rechazo vecinal ante el traslado de enfermos a su localidad, hasta el supremo altruismo de sanitarios, Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado, y el Ejército.

La pandemia actual no distingue entre clases sociales, pero en el s. XIX la burguesía focalizó su atención en el obrero, con quien asoció el vector difusor de enfermedades como el cólera, al considerarlo un ser amoral y con múltiples vicios: juego, alcohol, dieta alimenticia, etc. De hecho, la prensa local denunciaba que el cólera causaba más estragos los fines de semana, cuando las clases populares disponían de mayor tiempo libre y cometían más excesos. En otras ocasiones la misma prensa afrontó la amenaza desde una posición irónica, bien para evadirse de tanta crispación social, bien para minimizar su impacto. Es un rasgo característico de nuestra cultura popular afrontar el miedo a la enfermedad entre el respeto más absoluto y la burla más descarnada. En una línea similar podríamos situar los miles de memes que recibimos a diario en nuestros móviles.

Como se sabe, se desconoce un remedio eficaz contra el Covid-19, y ello que la comunidad científica internacional se ha volcado en la búsqueda de una vacuna. Por contra, la información sobre profilaxis y mecanismos de transmisión es considerable. Por ello, comparar su capacidad de lucha con una patología como el cólera es ilógico. Y es que hasta el descubrimiento de los microorganismos patógenos en el último cuarto del siglo XIX, la ciencia médica se movió en un mundo de tinieblas, especulando con toda suerte de causas y remedios, debido al estado embrionario de la terapéutica y a la extensión de un hipocratismo vitalista.

Otra actitud a destacar es que en el pasado las autoridades ocultaban la presencia de la enfermedad para evitar que la parálisis de la actividad productiva local y del tráfico mercantil. Hoy, aunque con retraso se ha impuesto una severa cuarentena como medio de contención, y la población, en general, lo ha aceptado como un mal menor.

En definitiva, el pánico, ayer y hoy, genera todo tipo de respuestas, que dependen mucho del componente social o profesional de la persona o colectivo afectados: la huida hacia residencias secundarias, la solidaridad y el altruismo, el refugio en la fe o en charlatanes que ofrecen remedios milagrosos, la defensa de los puestos de trabajo y de unas condiciones mínimas para subsistir, etc.