El domingo era el viejo día alegre del periodismo. Más páginas, más crónicas bien documentadas y narración con ambición de estilo, entrevistas a fondo entre noticias y análisis de firmas. Y por supuesto, más lectores con tiempo de lectura de sus periódicos preferidos. El azar hace que esta imagen, que ya sólo consumimos algunos románticos del papel impreso, coincida en domingo con el Día Mundial de la Libertad de Prensa por el que nadie nos felicitará más allá del íntimo círculo de amigos. De hecho cada vez se diluye más todo lo que gira alrededor del periodismo. Los diarios han adelgazado excesivamente de páginas; a la versión de la realidad muy pocos les plantean preguntas; mojarse en el envés de las noticias es un riesgo, y no siempre la opinión aporta algo más que una anécdota, una carraca muchas veces falta de curtida experiencia o suena diferente a lo que ya nos contaron de mejor manera. Muchas veces se sale de la prensa lo mismo que se ha entrado, igual da que sea impresa o de aire. No es a menudo una brújula para el camino, recién horneada a las puertas de casa para despertarnos el oído y la mirada desde las que nos pensamos. El oficio, el vocacional oficio, ha quedado para los escasos veteranos que resisten, para los precarios de todas las edades que cubren con empeño una actualidad urgente, sin mucho margen para contrastar o profundizar en lo que no se dice, y para quienes insisten en preguntar incómodamente independientes, o los que desde el lenguaje indagan y argumentan un relato con conocimiento y trabajo de campo sobre el tema. A ninguno lo celebramos, ni siquiera entre nosotros, cuando más falta hace que defendamos su cultivo esforzado en estos tiempos donde el COVID-19 se ha llevado el coraje de José María Calleja, el talento de David Guistau, la veteranía de Pepe Oneto, la lección de contar con gracia, honestidad y seducción de Michael Robinson.

El periodismo no salva vidas. Lo que intenta es mantener la información con conciencia y con pulso. Que el rigor de los hechos y de los análisis, la calidad con la que se cuentan y cómo se cuentan, no se intoxiquen ni se empobrezcan. También combate en primera línea, con escasas herramientas, al virus del virus de la pandemia. La mentira cuyo contagio se propaga en las redes, velozmente, sin que lo impidan las mascarillas ni la higiene con ozono, jabón y agua. Al contrario, cuando los bulos entran en contacto con alguien, muy pocos se lavan las manos. Lo habitual es que lo inoculen con un simple gesto de dedo a todos con los que tengan contacto. Y cuánto más suene a indignación, a cuestionamiento de quiénes mal gobiernan -según la ideología y el credo que cada cual procese- más peso adquiere la mentira que se transmite convertida en información veraz, en esa certeza que el enemigo nos esconde y niega. El número de infectados aumenta peligrosamente. Cada vez se escucha más la vehemencia de léelo, míralo, lo tengo aquí en el móvil, te lo mando, pásalo. En un soplo el bacilo se divulga multiplicado. No necesitó Roger Ailes un laboratorio para inventarlo. Al asesor de Ronald Reagan y de Georges W. Busch, para quién fabricó las pruebas contra Sadam Huseim y la consigna de derrocarlo por tener armas de destrucción masiva, le bastó su estrategia de segmentar las audiencias, cambiar el uso del lenguaje y acrecentar la crispación política. Conocedor de la predisposición del ser humano a que le aviven sus miedos en bronca con las culpas de otro, le resultó fácil envolver el periodismo en ese nuevo papel de pescado que conocemos por populismo. Su último logro fue colocar a Trump en La Casa Blanca. Roger Ailes fue expulsado poco después de su paraíso por su depredación sexual denunciada por periodistas de su cadena, pero nos dejó arraigado el hecho de que la mentira y la verdad ya no existan, y tan sólo sean simples opiniones.

Sócrates nos enseñó a preguntar. Jostein Gaarder que los que preguntan son siempre los más peligrosos. Dos principios del periodismo que entre todos hemos socavado. Por la educación que abandonó transmitirle esa filosofía a sus alumnos -lo mismo que leer es preguntarse-; por la política que optó por embozar con el premio económico de la publicidad cualquier interrogante bien formulado -que se pregunte no siempre es sinónimo de explorar una respuesta-; por las empresas que admitieron el peaje; por muchos periodistas que se conformaron u optaron por la supervivencia en lugar de por la ética, y por los lectores que más que sopesar dudas y puntos de vista prefieren únicamente verse reflejados en los medios que avalan sus ideas o opiniones.

Mala situación la de una prensa que ha perdido el lector de fondo y el oyente sereno, incapaz de fortalecerse frente a la red que propicia raudas noticias de bajo coste y tantas empresas empecinadas en no entender que un producto malo se vende peor. En este panorama ha de pelear con convicción por hacer lo que puede a pie de calle, garantizar la veracidad de su información, intentar distinguirse, defender la libertad que no deja de cobrarse agresiones, censuras, muertes, con la ansiedad de no saber si mañana tendrá que hacerlo por una nómina más baja, si sea cual sea su trayectoria perderá su trabajo en el alambre.

Con motivo del Día Mundial de la Libertad de Prensa, bajo el sol de hoy con la vida de todos entre el confinamiento y la intemperie -sin fecha final de una y de otra-, la Federación Internacional de Periodistas (FIP) con más de 600.000 miembros en 146 países, defiende que la información debe seguir siendo un bien público. Antes de esa proclama, que subrayo, su encuesta revela las crecientes dificultades para acceder a la información del gobierno o de fuentes oficiales. La denuncia de profesionales de haber sido atacados verbalmente por cargos políticos, y la queja general por las restricciones para hacer preguntas en ruedas de prensa. También incluye el aumento de las jornadas laborales, la disminución de los recursos como los obstáculos para una cobertura adecuada de la pandemia, el recorte de los sueldos y en el caso de los que ejercen como independientes la pérdida de su trabajo. La mayoría piensa que su labor no cuenta a la atención de sus empresas. Los números, las cifras, los beneficios, las relaciones con los poderes políticos, es lo único que importa por arriba, casi siempre ciegos a lo que les confiere prestigio. Tampoco la sociedad demanda como debiera una prensa brillante lo más despejada de obediencias posible. Ni las instituciones políticas tienen programas eficaces destinados a proteger a los medios de comunicación -no exclusivamente a sus afines- y aunque ahora se pidan campañas de publicidad pública para apoyar a los medios de comunicación locales, tampoco garantiza la supervivencia del empleo ni del periodismo. En la última década se habían perdido millones de puestos de trabajo en el gremio, y ahora la destrucción causada por la pandemia vuelve a hacer estragos. Tiene la FIP una razón de peso para pedirle a los gobiernos un apoyo real al periodismo de calidad en esta época de desinformación, y un plan económico que facilite a sus trabajadores, y a los más precarios dentro del mismo, desempeñarlo en condiciones y vivir decentemente con una asistencia financiera excepcional, a pesar de la disminución de la carga de trabajo y de los ingresos.

Muchos sectores reclaman lo mismo. Los hosteleros a los que desde ninguna administración se les ha convocado, en calidad de expertos en lo suyo, para consensuar medidas lógicas. Lo mismo que sigue sin hacer el ministro de Cultura. Igual ocurre con los periodistas. ¿Quién del otro lado se sentará a la mesa? ¿al lado nuestro, serán los empresarios de los medios o seremos los periodistas? Hace tiempo que todo está confuso, revuelto y pardo. Lo bueno convive a la baja con lo grisáceo, y la impronta de prestigio del periodismo cultural se relega a la última posición en sus empresas, y en algunos casos se convierte en cajón de sastre. Aun así el periodismo no descansa y hace de la información su supervivencia diaria, con el pundonor que puede. Somos el gremio que denunciamos los problemas ajenos y reivindicamos sus dignidades, mientras que en lo nuestro abundan las rivalidades sin reconocimientos, las viejas malas artes de toda índole, la incapacidad para hacernos preguntas que duelen y la falta de coraje para posicionarnos como un oficio imprescindible para la democracia, el conocimiento y el progreso. Casi nadie propone que nos preguntemos sobre todo lo que hemos hecho mal en tantas cosas y sectores. Ni se valora cuando el trabajo vale. Lo que proliferan, en este mercado donde agonizan el papel de la prensa y la prensa en papel, la ética política y ciudadana y la dignidad del salario, son voces que buscan fabricarse fortuna, ajustar cuentas o presagiar el auge de lo digital y de las redes en el nuevo sistema de relaciones.

Me da igual el soporte. Creo que lo imprescindible continúa siendo el talento, el rigor, la independencia, la pasión y el trabajo. Las cinco cualidades de la mano con la que sacar adelante el futuro imperfecto de cualquier sector, y la posibilidad de por una vez hacerlo notable. Los atributos con los que, más que una celebración, reivindicar el oficio del viejo periodismo con el que hacer el nuevo periodismo.

Hacerlo libre y mejor es un compromiso de todos.