En una época atribulada, sombreada por un cúmulo de desconciertos que nos sumergen en un tiempo de perplejidad incesante; las nuevas cifras de los finados por coronavirus dadas por el Ministerio de Sanidad reducen 1.918 fallecidos inscritos en este pesaroso obituario nacional. La rectificación a esta desconsoladora inexactitud se debe, según los expertos de esta cartera, «a la eliminación de casos duplicados o que no cumplían con la definición de caso», entre otros criterios. ¿Argumento clarificador? Todo ello me conduce a pensar sobre una máxima que leí hace años que dicta: los genios no cometen errores. Sus errores son siempre voluntarios y originan algún descubrimiento. En esta cariacontecida información que me ocupa, la revelación es concluyente: la impericia manifiesta de estos avezados técnicos que juegan a un ajedrez siniestro, sin tener en cuenta que al final de la partida el rey y el peón van a la misma caja.

Entre tantas palinodias despachadas por estos mentores de la tergiversación, el país suma su segundo día -de los diez declarados- del luto oficial «más prolongado de la historia de la democracia». Málaga está a media asta y un sentimiento de duelo sobrevuela un cielo azul soleado por una tristeza inherente a la impotencia.

Las miles de ausencias originadas por esta atroz pandemia quiebran los corazones de todos -familiares, amigos, conocidos o no- y volvemos a recapacitar sobre la muerte; acerca del «nunca sabes lo que tienes hasta que lo pierdes»; del vestigio tan profundo que deja el dolor como para poder mostrarlo, una marca la cual queda fuera del entendimiento. Parafraseando a la escritora de Luz en mi oscuridad, Helen Keller, los que nos hallamos de luto no estamos solos, pertenecemos a la compañía más grande del mundo: el consorcio de quienes han conocido el sufrimiento. La historia nunca dice adiós. Descansen en paz.